La foto de los diputados pertrechados detrás de una pila de sillas erigidas como barricadas es una imagen inquietante. Nos remite a otros tiempos de soga y cuchillo, a otras latitudes. Podría ser una escena en alguna de las convulsionadas repúblicas ex soviéticas, pero simple y sencillamente se trata del recinto del poder legislativo del país con mayor estabilidad en América Latina.
Se dice, con razón, que los pueblos que no aprenden de sus errores están condenados a repetirles una y otra vez. ¿Pero qué moralejas podemos desprender de este incómodo y lastimoso incidente?
Primero, habrá que tomar medidas para establecer mecanismos de seguridad para el Congreso. Es uno de los tres poderes de la Unión y se supone que el Ejecutivo es el garante de su seguridad. Frente a una crisis institucional las cámaras deben tener la capacidad para sesionar en medio de cualquier peligro: el fallecimiento de un Presidente, el intento de un golpe de Estado, etcétera. Recordemos la intentona fallida en España por parte del Coronel Tinajero que pistola en mano y sombrero ridículo entró a las Cortes para deponer al gobierno de la transición. En aquella ocasión la cordura de los legisladores y las fuerzas de seguridad de la Cortes lograron reducirlo.
Segundo, la irrupción de manifestantes en pleno recinto legislativo pone sobre la mesa de discusión el tema de las marchas y su aparente impunidad. Una parte de la opinión pública está indignada ante las frecuentes y extensas molestias que provoca el cierre de oficinas y vías públicas. Muchas voces se inclinan por una aplicación estricta de la ley para evitar los daños a terceros a lo largo de esas manifestaciones. Hace unas semanas miles de automovilistas se vieron impedidos de transitar entre México y Cuernavaca por la protesta de un puñado de vecinos inconformes. Es evidente que ninguno de estas miles de personas a las que se arruinó su día son responsables de los problemas de tierras y servicios de un poblado que se ubica en el trayecto. El viernes pasado la policía estatal levantó a un grupo de maestros universitarios de la Autopista del Sol que conduce a Acapulco; el perjuicio económico que supondría un bloqueo de fin de semana para el puerto sería infinitamente mayor que la naturaleza de las reivindicaciones de estos profesores, por más legítimas que estas sean. Es urgente pues restablecer reglas del juego antes de que se nos salgan de las manos. Así como los barrios comienzan a linchar a los delincuentes que atrapan, muy pronto veremos automovilistas enfurecidos que comenzarán a disparar a manifestantes incómodos. El derecho a manifestarse es una garantía constitucional que debe salvaguardarse, porque en muchas ocasiones es la única vía para expresar la inconformidad que tienen los oprimidos. Sin estas válvulas de escape la presión social podría ser insoportable. Los ricos no tienen que salir a la calle a expresar su furia. Una marcha auténtica ofrece al sistema una oportunidad adicional para reaccionar y subsanar una “disfunción”.
El problema es que las “disfunciones” parecen proliferar por todo el territorio nacional. Impedir las marchas y las protestas resuelve el problema de los síntomas, pero acrecienta la enfermedad. En los próximos años será muy grande la presión de la opinión pública para que las fuerzas de seguridad impidan marchas y reduzcan las protestas. Ese sería un error porque podríamos terminar en un estado policiaco.
Lo más sensato es profundizar el sistema democrático y mejorar la eficiencia de los servicios públicos y las leyes para permitir la canalización de todo tipo de problemas e injusticias. Los manifestantes no son suicidas ni bárbaros salvajes. Por lo general son padres de familia enfurecidos por la arbitrariedad de un funcionario o la impunidad de un vecino poderoso. Tampoco esperan soluciones mágicas; la mayor parte de las veces simplemente rexigen un diálogo honesto y comprensivo, y la disposición de la autoridad para ventilar los asuntos espinosos.
Desde luego, con frecuencia hay juegos perversos, provocaciones y oportunismos detrás de la organización de estas marchas. Pero eso no significa que las reivindicaciones sean ilegítimas o que la cólera de la masa sea fingida. Justamente debemos encontrar vías de protesta más eficientes y diálogo más directo para reducir el caldo de cultivo que la inconformidad ofrece a estos provocadores.
Ahora bien, esto no significa que la furia de la masa pueda quedar por encima de la ley. Tendríamos que acotar los espacios en los que las manifestaciones son permitidas, para impedir que afecten la vida de la mayoría de la población. Esto requiere un diálogo entre los distintos grupos políticos para respetar el derecho a manifestarse, pero también el respeto a las mayorías.
En el fondo, se trata del precario equilibrio que toda sociedad democrática debe encontrar entre el derecho que tienen las minorías para presentar su inconformidad (alguien podría decir que las minorías inconformes se están convirtiendo en mayoría) y el derecho de las mayorías para vivir en santa paz. Encontrar este equilibrio será un camino largo. Ojalá durante el trayecto evitemos despeñarnos por cualquiera de las orillas: la represión, por un lado, o la ruptura social, por el otro. (jzepeda52@aol.com)