A un año de los atentados en el edificio del Pentágono en la ciudad de Washington y en las Torres Gemelas de Nueva York, resulta obligado hacer un balance sobre lo obtenido por la comunidad internacional, en la lucha contra el terrorismo en el mundo.
A las escenas dantescas y al azoro inicial, siguió la invasión de Afganistán que trajo como resultado la deposición del Gobierno Talibán y la captura o muerte de dieciséis de los veinticinco principales jefes de la organización de Osama bin Laden, presunto responsable de los atentados, y presunto jefe de la red terrorista Al Qaeda.
La invasión tuvo que enfrentar entre otras cosas una dura oposición en Pakistán y en algunos otros países de la región, que puso en jaque a sus propios gobiernos. No obstante los objetivos alcanzados, tanto Osama como el Mulá Omar permanecen con vida y libres para continuar su labor terrorista.
A lo expuesto se debe entre otras cosas, que la atención estratégica militar de los Estados Unidos se haya desplazado en el Oriente Medio, primero hacia el conflicto Árabe Israelí y con posterioridad hacia Iraq: En virtud de que esta clase de terrorismo afecta al mundo árabe e islámico, es imperativo actuar para evitar que dichas comunidades sean arrastradas a una confrontación que desde luego, la mayoría de sus integrantes no alienta ni desea.
En el caso palestino, se produjeron hechos sangrientos en el marco de una guerra ancestral que ya es parte del tejido social en la zona, que no obstante su intensidad no produjeron la caída de Yasser Arafat ni de Ariel Sharon, como se llegó esperar en un momento dado. A la fecha el conflicto permanece bajo relativo control, lo que ha permitido al Gobierno de George W. Bush tocar los tambores de guerra contra Saddam Hussein.
La ofensiva sin embargo no inicia, porque Washington desea contar con el apoyo pleno de sus aliados y en especial de Inglaterra. En los foros internacionales y en particular en la Organización de las Naciones Unidas, no existe la aceptación general que busca Norteamérica como aval de la bélica aventura, que desde luego pone en riesgo la paz y la seguridad del planeta.
El sufrimiento a que en estos casos es sometida la población civil, los pocos resultados que suelen obtenerse y los enormes sacrificios de los inocentes, son algunas de las razones esgrimidas por los países de la ONU, para escatimar su apoyo al evento guerrero.
El Papa Juan Pablo II en su calidad de líder mundial y protagonista de su tiempo, insiste en que frente a la alternativa de la guerra se busquen otras opciones, lo que resume en una idea: “Al mal debe combatirse con bien y no con armas”. Esta expresión que algunos consideran pueril y fuera de contexto en la descarnada realidad del mundo, se justifica en el fracaso histórico de la guerra, como alternativa de solución a los problemas de la humanidad.
Lo anterior implica que sólo en la paz es factible impulsar el desarrollo y desde luego, equilibrar la balanza del reparto del bienestar entre los hombres y los pueblos. En cambio, la guerra se limita a dirimir de manera momentánea conflictos por el mero control del poder y lejos de ofrecer soluciones de fondo y de largo plazo a los problemas de la humanidad, suele agravarlos.
Es cierto que el terrorismo constituye una declaración de guerra y es una guerra en sí misma y como tal, los pueblos de la Tierra tienen el derecho de legítima defensa. El terrorismo es inadmisible y condenable sin embargo, es pertinente reconocer que algunas de las banderas que agita, tienen su fundamento en problemas reales que plantean el ejercicio del poder, la pobreza y la marginación, que no se resuelven por la falta de un orden mundial acorde a las necesidades del mundo actual.
En ese sentido, el llamado del Papa a la búsqueda de soluciones pacíficas que incidan en un mundo mejor y más justo para los individuos y las naciones, lejos de ser una ocurrencia infundada, es la clave y la solución.