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Los detalles del informe

Gilberto Serna

Un evento que los presidentes tienen que mirar como un hito cíclico en sus administraciones es ese anacronismo llamado informe, que de acuerdo con ordenamientos legales debe rendirse cada año en sesión solemne detallando el estado en que se encuentra la administración pública. Lo cierto es que la ceremonia, que debería llevarse con una pulcritud republicana, se había convertido en un acto de adulación para el lucimiento de la persona que ocupaba la silla presidencial. Aunque también en los últimos sexenios se dio el caso de que, saliéndose del protocolo establecido, los presidentes fueron interpelados por diversos legisladores de la oposición, quienes lejos de esperar una contestación lo hacían con el único objeto de hacerse notar interrumpiendo el mensaje presidencial. El rumor de protestas, los abucheos, el desorden en las butacas, la necesidad de que el orador callara por momentos, la salida de un grupo de legisladores en manifestación de repudio y una corona de flores, convertía el informe en un espectáculo circense que así perdía austeridad.

En pasados informes uno de los protagonistas hizo escuela diciéndole al presidente de ese entonces que era “primus inter pares”, es decir, primero entre sus iguales, con lo que dejó en claro que entre diputados, senadores y presidente, ninguno es más que otro. En ese contexto, el pasado domingo escuchamos que oradores provenientes de los distintos partidos políticos hicieron una larga exposición de sus convicciones ideológicas. Los partidos opositores dieron un voto de censura al gobierno de Vicente Fox por la ausencia de resultados. Después de escuchar lo que ahí se dijo, algún despistado podrá pensar que veremos un cambio. Otros hay que no esperan ninguna novedad, son los que se manifiestan sensatos, diciendo: los siguientes trescientos sesenta y cinco días transcurrirán y no habrá pasado nada como no sea el tiempo.

Antes de acudir a enfrentarse a los legisladores, el Presidente, conocedor del poder de penetración que la televisión tiene entre los mexicanos, se mostró dispuesto a ser entrevistado por una reportera de un medio electrónico como buen padre de familia y fervoroso marido. Retrocedió a sus días en que sus ocupaciones eran las de un ranchero, recordando a los que carecen de recursos económicos, que su comida favorita son los frijoles. Un recado a los miserables: “no se quejen, su alimento favorito es también el mío y miren nada más como crecí grandote.” Luego hace una comparación entre dirigir a un país con el tomar el timón de un buque en que para variar de rumbo, dice, la maniobra es lenta, parsimoniosa y calmada, tratando de decir a los mexicanos que, ante la falta de logros importantes, no coman ansias.

El presidente llegó a San Lázaro, con esa estatura corporal que lo hace sobresalir entre todos. Unos aplaudieron, los más no. Tranquilamente subió paso a paso las escalerillas que lo llevaron al “presidium.” El saco de su traje le hacía mostrarse incómodo como crisálida encerrada en un capullo. Quizá, y es de comprenderse, extrañaba las mangas arremangadas y el cuello de la camisa desabrochado. Se escuchó el “masiosare,” todos puestos de píe. Afuera del Palacio Legislativo la vida seguía su curso. Llovía a cántaros. Eran muy pocos los que escuchaban lo que se decía allá adentro. La gente presentía que no habría nada nuevo que escuchar. La división de poderes, el federalismo y el estado de derecho eran palabras huecas, sin ningún sentido para la mayoría de los mexicanos. Lo único que quedó claro es que la pobreza sigue cebándose en millones de hogares. Por último, cabe agregar que la lectura que hizo el Presidente se acompañó de un constante siseo, de la rechifla del respetable y de murmullos que, al no decir nada, lo dijeron todo.

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