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Los días, los hombres, las ideas/De la tomografía cerebral como filtro político

Francisco José Amparán

La semana pasada, en un artículo acerca de las elecciones norteamericanas de medio término, Jesús Silva-Hérzog Márquez hacía notar (como muchos otros analistas) que el reciente triunfo del Partido Republicano en esos comicios resultaba extraordinario, corriendo en sentido opuesto a las tendencias históricas; pero (y esto pocos lo dicen, aunque muchos lo piensen) lo era más dado que ello ocurre, además, cuando la Casa Blanca es ocupada por un personaje cuyas cualidades intelectuales son... digamos... dudosas (El miércoles, en la reunión de la OTAN en Praga, un delegado canadiense llamó a Bush “retrasado”. Para fruncir lo arrugado, Chretien declaró: “Bush no es un retrasado; es un amigo”; sin comentarios). De hecho, decía Silva-Hérzog Márquez (¡qué manía de pegar apellidos!), George W. Bush puede ser el modelo de cómo un presidente de EUA no necesita tener un elevado IQ o estudios muy avanzados (W. Bush terminó su carrera con un promedio equivalente a 6.5) para salir airoso... al menos, en lo que a términos electorales se refiere. Tiene razón. Aunque, la verdad, hubo un mejor ejemplo en los años ochenta, cuando un hombre de escasas luces y principios de senilidad, que se quedaba dormido en las sesiones de gabinete, se las ingenió para poner contra las cuerdas a los soviéticos. Claro, fue la terquedad de Reagan, no su elevado intelecto ni lo sensato de sus políticas, lo que lo hizo tan popular y, relativamente, tan exitoso. Qué pasó con la economía durante su administración, ése es otro cuento.

Por supuesto, rizando el rizo, el ser inteligente no es ninguna garantía de resultar un político avezado, ni siquiera capaz. El presidente norteamericano del siglo XX con mayores dotes intelectuales fue, sin duda, Bill Clinton. Y fue quien estuvo más cerca de perder la presidencia por la más pueril de las razones: una gorda cachetona.

Lo mismo ocurre por estos lares: el político-político más colmilludo que llegó a Los Pinos en los últimos cincuenta años fue (creo que sin discusión) Gustavo Díaz Ordaz. Sin embargo, cometió dos errores garrafales, dignos de un aprendiz bisoño: dejar crecer el movimiento del verano-otoño de 1968 hasta que se le salió de control, con las consecuencias que todos sabemos; y designar sucesor suyo a Luis Echeverría Álvarez... decisión de la que se arrepintió el resto de su vida. Se dice que cada mañana ante el espejo, recordando eso, le decía a su (feo) reflejo: “Ay, Gustavo, cómo eres pen...!” (por si no lo notaron, toda la frase la armé para que rimara; ¡ah, verdad!).

Luis Echeverría posee el dudoso honor de haber inspirado más chistes sobre su persona, en el transcurso de su sexenio, que ningún otro presidente. Más aún, los chistes tenían que ver con su pretendida torpeza y con el hecho de que, según conseja popular, era un tonto de capirote. Por ejemplo, recordarán los de mi generación y anteriores cómo decían los insidiosos de siempre (o sea, todos los mexicanos no mudos), que antes de entrar al avión presidencial LEA se daba fuertes topes contra el fuselaje, dado que encima de la puerta se leía “DC-9”. Pues sí. Será. La cuestión es que tonto-tonto, pero estuvo a un tris de convertirse en dictador, hundió al país en la primera de las crisis recurrentes del último cuarto de siglo, fue el responsable de la Guerra Sucia, y no ha pisado una cárcel ni para inaugurarla. Hombres que han hecho un 1% del daño que hizo Echeverría han ido a dar (merecidamente) a una mazmorra. Así que, ¿quién es el tonto?

Otro hombre que nadie puede discutir era inteligente metió patas que calzaban del 12: Carlos Salinas de Gortari. Ahí les va: permitió que le estallara la bomba “zapatista” en las manos (siendo que pudo haberla desactivado tiempo antes); manejó torpemente el relevo de Colosio cuando a éste lo asesinaron; no supo contrarrestar la delirante creencia (para colmo mayoritaria, en un país de absurdos) de que él había mandado matar a su heredero y continuador de su proyecto político; ante la opinión pública terminó pagando el pato del Error de Diciembre de 1994; y luego hizo el peor de los ridículos con su huelga de hambre de ocho horas. Es fecha que el propietario de esa mente (y cabeza) tan brillante no puede caminar pacíficamente por las calles de su país. Para lo que sirven las maestrías de Harvard.

En cambio, un hombre que nadie exaltó nunca como una lumbrera, el General Manuel Ávila Camacho, se encargó de capotear su muy irregular elección, la Segunda Guerra Mundial y a su hermano Maximino, junto al cuál Raúl Salinas es un carnal ejemplar, moderado, decente y nada incómodo. Don Manuel supo encauzar los afanes nacionales en torno al tema de la unidad (cosa que nadie ha vuelto a lograr en medio siglo, por cierto) y a su manirroto sucesor le heredó un país en relativa paz, habiendo aprovechado (no al máximo, pero en fin) la bonanza provocada por la gran conflagración. Lo mismo se puede decir de otros personajes grises y no muy altamente considerados, que pese a todo dejaron la casa más o menos en orden, de José Joaquín Herrera (1851) a Miguel de la Madrid (1988).

Cuando se fundó el Estado de Israel en 1948, se le ofreció la presidencia a Albert Einstein. Éste declinó amablemente, con lo que demostró que sí era inteligente: vaya, ahora sí que no se necesita ser un Einstein para saber que aceptar esa chamba era echarse al cuello un alacrán tamaño caguama. Los que no demostraron mucha sensatez fueron los israelíes; después de todo, ¿usted se enfrentaría a los ejércitos de Siria, Líbano, Iraq, Jordania y Egipto teniendo como líder a un hombre que nunca aprendió a peinarse, y que tras décadas de práctica tocaba el violín como si estuviera torturando un gato?

Nada nos indica que animales políticos de la talla de Mussolini, Hitler, Stalin o Mao (o De Gaulle o Juan Carlos de Borbón, ya en esta orilla) hayan tenido IQ’s particularmente altos. Sin embargo, cada uno se labró a pulso un lugar en la historia. Los dictadores supieron someter a sus caprichos a poblaciones enormes; los otros, encaminar a sus países hacia el futuro. Algunos de los mencionados podrían considerarse, de hecho, enfermos mentales. ¿Entonces, por qué fueron tan exitosos?

Que gente con obvias limitaciones intelectuales pueda desempeñarse eficazmente en el campo de la política habla más sobre esa actividad que sobre las capacidades (o incapacidades) humanas. La verdad es que, en la función pública, siempre opera el Principio de Peter: gente que era de lo más hacha en otras cuestiones, ahí encuentra su nivel de incompetencia. Y viceversa: hay quienes no saben sino grillar, pero ¡ah, qué bien lo hacen!

Así pues, que el ser inteligente no es un requisito para participar en política, lo han probado muchos a lo largo de la historia; y lo prueba de manera prístina y contundente la actual clase política mexicana. Lo que sí, es que hay notables exageraciones; y, la verdad, en nuestro país ya han abusado hasta el hartazgo del sagrado derecho a ser brutos. Por lo antes apuntado, el hacerle una prueba de inteligencia a los precandidatos a puestos de elección popular sería no sólo tal vez anticonstitucional, sino francamente inútil. Pero quizá no estaría de más filtrar a los que tienen lesiones cerebrales de consideración. Así pues, ¿por qué no, además del acta de nacimiento y la credencial del IFE, documentos nada cruciales, se solicita una tomografía del encéfalo a los aspirantes a gobernarnos? A lo mejor así cribamos lo peorcito. Aunque estando la caballada como está de flaca, no creo que habría mucha ganancia...

Quede como propuesta en pro de la renovación nacional.

Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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