En estos momentos me encuentro leyendo la novela “Vida de Pi” (Life of Pi, Random House Canada, 356 págs.), del escritor canadiense Yann Martel. He de confesar que lo hago por dos razones que no tienen tanto que ver con el gozo de la lectura. La primera es que esta novela acaba de obtener el Premio Booker, el más importante de la Gran Bretaña, y en Canadá ese triunfo se tomó como suceso nacional, dado que una eterna (y no tan justa) queja por estos lares, es que los británicos no son muy dados a andar premiando a “los coloniales”, como algunos ingleses todavía llaman a los súbditos de Chabela que no viven del lado equivocado del Canal de la Mancha. Además, otros libros premiados con el Booker han resultado agradables sorpresas (les recomiendo amplísimamente, por ejemplo, “El asesino ciego” de la también canadiense Margaret Atwood); así que había que ver de qué se trataba.
La segunda razón para leer “Vida de Pi” tiene que ver con el escándalo que se armó cuando su autor fue acusado de plagio. Y si eso es grave en cualquier circunstancia, lo es más si se trata de una novela galardonada con un premio no sólo gordo y suculento, sino internacionalmente reconocido.
El corazón del libro trata de las aventuras y desventuras de un muchacho hindú que, tras un naufragio, tiene que compartir su lancha salvavidas con un tigre de Bengala (que tiene el curioso nombre de Richard Parker; sí, el tigre, no el muchacho). Y ese bengalí tiene mucha más garra que los de Cincinnati... lo que, de acuerdo, no es mucho decir.
El problema es que, en 1981, un reputado escritor brasileño llamado Moacyr Scliar había escrito una novela titulada “Max y los gatos”, cuyo tema gira en torno a un niño judío que tiene que compartir una lancha salvavidas con una pantera. La novela se tradujo al inglés en 1990, así que Martel podía haberla leído aunque no supiera portugués. Scliar ha dicho que no piensa demandar a Martel, aunque los abogados de su editorial le están echando un ojo al asunto. Martel, para fruncir lo arrugado, declaró que nunca ha leído “Max y los gatos”, pero que hace años leyó una reseña de John Updike sobre el libro, y de ahí había tomado la idea. La cuestión es que el maestrazo Updike (cuya última novela, “Seek my face”, acaba de aparecer, y ya estamos babeando de anticipación) jamás hizo crónica alguna sobre ese libro... así que Martel no pudo haber tomado de ahí el tema.
Martel se ha defendido diciendo que a cualquiera se le hace bolas el engrudo leyendo tantas reseñas, y apuntando que le dio el debido crédito al inspirador de su novela. En su “Nota del autor” que abre “Vida de Pi”, Martel dice, textualmente: “En cuanto a la chispa de la vida, se la debo a Mr. Moacyr Scliar”... y ya. Si se toma en cuenta que ni de faul menciona que éste es un escritor, y que este oscuro y cocacolero agradecimiento viene inmediatamente después del que le hace a “Mr. Tomohiro Okamoto, del Ministerio del Transporte japonés, ya retirado”, se entenderá que esa referencia difícilmente se puede tomar como un reconocimiento de dónde y de quién tomó el tema central de la novela.
Por otro lado, Martel dice que una idea no es posesión de nadie; que lo deshonesto hubiera sido proclamar que la idea era originalmente suya; y que no puede haber ningún copyright sobre eso. Y aquí llegamos al quid del asunto.
¿Se puede tener propiedad (y copyright) sobre una idea? ¿Quién puede definir lo que es o no original? ¿Hasta dónde se vale parafrasear o parodiar o utilizar las ideas de un artista, especialmente si éste aún vive? ¿Dónde radica realmente la originalidad?
Los formalistas rusos, una escuela de análisis literario que floreció en los veintes del siglo pasado (y a los que Stalin informalmente desapareció de la Tierra), decían que toda la historia de la literatura se revuelve en torno a catorce temas fundamentales. Sí, leyó usted bien, catorce. Claro que son muy generales. Por ejemplo, uno de ellos es “El protagonista abandona su hogar”, lo que se puede aplicar a Odiseo, a don Quijote, a Stephen Dedalus, a Edmundo Dantés y al hijo de Pedro Páramo, entre otros cientos de miles de personajes que han pasado por ese trance. Y la tradición nos dice que desde los griegos clásicos no hay nada nuevo bajo el sol narrativo: los infelices ya lo contaron todo; y con dioses casquivanos y reyes cegados por propia mano, para hacer el asunto más interesante, además. Así pues, ¿dónde está lo original?
Para colmo, en un mundo tan intercomunicado, las influencias llegan por todos lados, y no es rara la ocasión en que inconscientemente se dice lo ya dicho.
Una anécdota personal: por ahí de 1981 o 1982, un vecinito de diez años me contó una historia que a su vez le habían contado en Durango: una familia A va de vacaciones a Mazatlán. Como favor a unos conocidos (que, con enorme creatividad, llamaremos la familia B), en el puerto recogen a la abuelita B y se la traen de regreso. En plena sierra se les muere la viejita, y los A optan por amarrar el cadáver al portaequipajes, por aquello de los traumas infantiles y la posible peste. En una parada sanitaria les roban el carro. Cuando éste es recuperado días después por la eficacísima Policía Federal de Caminos, el cadáver no aparece por ningún lado; y ahí los quiero ver a los A explicándole a la familia B no sólo que la abuelita está difunta, sino que quién sabe dónde quedó. La historia me hizo tanta gracia que la desarrollé como cuento (titulado “Vacaciones en sol menor”), el cuál apareció en el libro “La luna y otros testigos” en 1984. Pues bien, al rato alguien me dijo que ESA historia ya la había leído o visto antes. Alguna otra persona comentó que creía que algo así ocurría en una película mexicana de los sesentas (la que nunca he visto, ni conozco su título, si es que existe... ¿alguien me puede ayudar aquí?) Para colmo, años DESPUÉS, en una de las múltiples y enervantes cintas que Chevy Chase realizó para National Lampoon’s, sucede algo por el estilo. No pienso demandarlo, porque intuyo que la historia pertenece a esa categoría de mitos modernos que se da en llamar “leyendas urbanas” (aunque ésta sea bastante rural); esto es, las historias que todo mundo dice le ocurrieron a alguien más, que juran y perjuran son verídicas, y aparecen y reaparecen en los lugares más inesperados. Los de mi generación recordarán, por ejemplo, cómo el diablo se anduvo apareciendo, a principios de los ochenta, en todas las discotecas mexicanas con nombre egipcio... en Monterrey, Guadalajara, Lerdo y creo que Ciudad Juárez, hasta donde pudimos averiguar.
Ahora creo que la historia de la viejita muerta y desaparecida es una leyenda urbana, y yo no hice sino pasarla al papel, con plena inconciencia de que otros ya la habían escrito (aunque no lo puedo asegurar) o hasta filmado (menos). En todo caso, la originalidad, si la hay, es que el cuento está narrado desde la perspectiva del niño de la familia A, y ése me parece el principal valor del texto, no tanto la historia (que, estarán de acuerdo, es jocosísima). Así, si alguien desarrolla el asunto desde el punto de vista del papá A, la mamá B, o de la mismísima abuelita (que todo es posible en el prodigioso mundo de la literatura), especialmente si lo hace de manera inconsciente, no sería justo acusarlo de plagio. Sencillamente, cayó en la trampa que nos tiende la moderna mitología universal.
Ahora que por Yann Martel, la verdad, no meto las manos al fuego. Pero la novela, lo que sea, va bien, va bien. Luego se las comento.
PD: Por supuesto, hay gente que nunca será sospechosa de ser original. Díganlo si no los orangutanes cubanos y mexicanos que sabotearon la presentación de la revista Letras Libres en la Feria Internacional del Libro el domingo pasado. Andar acusando a alguien (como hace veinte, treinta años) de ser pagado por la CIA, a estas alturas, es de una falta de originalidad (e imaginación y ubicación en el mundo) pavorosas. Esto parece confirmar que el consumo de discursos de Fidel Castro sí es dañino para la salud: carcome los sesos.
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