La propuesta hecha en esta gloriosa columna el domingo pasado, en el sentido de exigirle una tomografía cerebral a todo aspirante a un cargo público (para así detectar posibles lesiones severas), fue recibida de muy distintas formas. Algunos lectores la apoyaron entusiastamente; otros dijeron que si nuestros políticos eran tontos no había bronca, con tal de que fueran honrados. Otro, indignado, dijo que quien necesitaba la tomografía era un servidor... de lo cuál concluyo que considera preclara y sin par a nuestra clase política. De veras que de todo se da en la viña del Señor.
Comentaba también que la política demuestra una y mil veces que quien se distingue en una actividad cualquiera, y por ello se ve tentado a gobernar, con frecuencia encuentra en la función pública su nivel de incompetencia: una comprobación más del principio de Peter.
Así, los notables deportistas y actores que por gracia del PRI llegaban a la Cámara de Diputados, no tardaban mucho en demostrar que en ese ámbito eran notorias nulidades. ¿Y qué decir del papel desempeñado por el cantante Palito Ortega y el piloto de carreras Carlos Reutemann como políticos en su natal Argentina? No que Palito haya sido el gran artista; y con ese nombre...
Claro que no hay mortal que, en un momento dado, no haya dicho “yo sí sabría ser buen presidente” (o gobernador, o diputado, o lo que sea). Lo bueno es que la mayoría no pasamos de ahí, dándonos cuenta del disparate moral y la supina irracionalidad que conlleva el creerse mejor que los demás como para pretender gobernarlos. Sin embargo, hay una profesión que, quizá por su misma naturaleza, parece particularmente proclive a que sus miembros den el brinco a la palestra política: el servicio castrense.
Los militares, siendo los que tienen las armas (y el monopolio legítimo de la violencia, según Gramsci), con frecuencia se ven tentados a usarlas para llegar al poder. O bien, apelan a sus victorias (reales o supuestas) para encumbrarse sirviéndose de las masas y las herramientas del Estado. Los generales que creen ser mejores gobernantes que combatientes han sido una de las eternas plagas de Latinoamérica, África y buena parte de Asia. Sin embargo, ha sido raro el militar que sobresale como estadista: la mayoría son mucho peores conductores de pueblos que de soldados. Y a la historia me remito:
De los 181 años que México lleva como país independiente, durante 100 fue gobernado por personajes que se hacían llamar “General” (aunque muchos, como Vicente Guerrero o Álvaro Obregón, nunca pasaron por escalafón militar formal ninguno). La mayoría fueron tan malos combatientes como políticos (Mariano Paredes, Santa Anna, Arista); otros fueron militares pasables y no tan malos presidentes (Guadalupe Victoria, Manuel “El Manco” González). Don Porfirio resultó, ciertamente, una creatura política extraordinaria, habiendo sido muy buen militar y mucho mejor político que la mayoría de quienes han pisado Palacio Nacional. Pero en su conjunto los generales que nos han gobernado durante el 55 por ciento de nuestra existencia resultaron unos buenos para nada. Como explicación de por qué estamos como estamos, la estadística de que ni la mitad de nuestra vida ha sido regida por civiles es una de las más importantes a considerar.
La tentación de encumbrar a los militares para resolver los asuntos de gobierno se da en todos lados. En Francia, Napoleón brincó de general a Emperador empleando por partes iguales sus triunfos militares, la adoración de la gente y su colmillo de morsa. Nadie puede decir que Bonaparte fuera un mal estadista; aunque eso sí, está difícil comparar su talento militar con su habilidad política: lo primero se lleva de calle a la segunda. Más para acá, Charles De Gaulle también pasó de general a presidente. Como militar, el narigón no cosechó grandes éxitos. Como político, sacó a su país del berenjenal de Algeria, le devolvió el estatus que había perdido con la derrota de 1940, y él solito creó la Francia del último medio siglo. Los irreductibles galos tienen suerte con sus militares: Napo enterró la muy inútil Primera República Francesa; De Gaulle inventó la Quinta.
Los Estados Unidos también se han dejado llevar por el lustre de las medallas y los entorchados. De los 43 presidentes norteamericanos, seis fueron militares antes de llegar a la Casa Blanca: George Washington, Andrew Jackson, Zachary Taylor, Ulysses S. Grant, Theodore Roosevelt y Dwight D. Eisenhower. Como militar, el primero fue sin duda el menos capaz. Como políticos, tres pueden servir como ejemplo del Principio de Peter. Taylor, el que perdió (¿o empató? ¿O ganó?) en La Angostura contra Santa Anna en 1847, se montó en su fama de héroe de guerra para ser elegido presidente. Murió menos de dos años después, dejando prendida la mecha que posteriormente estallaría en la Guerra de Secesión. No lo podemos juzgar muy duramente, dado que no tuvo mucho tiempo para meter la pata. Grant, el héroe norteño de la Guerra Civil, fue un pésimo mandatario. Su administración estuvo rodeada de acusaciones de corrupción (la mayoría de ellas ciertas), y muchas de las injusticias que siguen sufriendo los indígenas de por allá se incubaron durante ese período. Es fecha que es muy mal recordado como inquilino del 1600 de la Avenida Pennsylvania. Eisenhower también llegó a la Casa Blanca gracias a su carrera en la milicia, como el arquitecto del triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial. Luego tomó las riendas en la Guerra de Corea, y fue entonces que los republicanos se lo conchabaron para encabezar la nominación de su partido, con Richard Nixon como candidato a vicepresidente. A Eisenhower le tocó presidir a su país durante un período de relativa paz y absoluta prosperidad, por lo cuál sus escasas miras políticas no quedaron tan expuestas al escrutinio público. Sin embargo, no se salvó del escarnio: se decía que pasaba más tiempo jugando golf que en la Oficina Oval. Mejor así: hacía menos daño.
Actualmente en Latinoamérica hay tres presidentes (electos o en funciones) que han tenido comando de tropas antes de llegar a la presidencia: el inefable Fidel Castro, en Cuba; el igualmente inenarrable Hugo Chávez en Venezuela; y el recién electo General Lucio Gutiérrez en Ecuador. Los dos últimos acaudillaron sendos (y fracasados) golpes de Estado, antes de llegar al poder por medio de las urnas. De Castro creo que ya todo está dicho. Sabiendo cómo están los tres países (y cómo se las gastan esos especímenes en nuestro continente), no es de esperar que las cosas mejoren mucho que digamos.
Total, que por regla general, aunque con notables excepciones, el ser un gran señor de la guerra (al menos de nombre) no es ninguna garantía de poder ser un hábil dirigente en la paz, o en la conducción de asuntos tan poco gloriosos pero mucho más importantes como el balancear el presupuesto y dar salud y educación al pueblo. Pero volvemos a donde empezamos: ¿dónde están los líderes del siglo XXI? ¿En dónde los buscaremos?
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