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Los días, los hombres, las ideas/La tolerancia, otra vez

Francisco José Amparán

Recibí algunos mensajes de mis sufridos lectores con respecto a lo escrito en este espacio el domingo pasado. Hubo quienes apoyaban mi punto de vista (los comedores de hamburguesa, supongo) y otros que me denostaban por, según ellos, atacar a quienes critican la película “El crimen del Padre Amaro”. Aunque a mis detractores ya les respondí en privado, creo que lo decente es hacerlo también en público: los católicos (bueno, CIERTOS católicos) tienen todo el derecho de criticar una película que encuentran ofensiva; pero no tienen ningún derecho a censurarla. Esos católicos pueden sentirse agredidos; pero el hecho mismo no es una agresión, dado que la película no se exhibe ni pública ni indiscriminadamente: no la pueden ver menores, nadie es forzado a ser espectador, y para colmo quienes la desean apreciar tienen que PAGAR por hacerlo. No puedo hablar de agresión si unos borrachos me m... madre... en el interior de la cantina a donde entré con conocimiento de causa.

Ahora bien, hay que admitir que en ocasiones el establecer los límites de la tolerancia constituye un problema peliagudo. Especialmente, según parece, cuando el factor religioso está involucrado. En la provincia canadiense de Alberta, en donde resido, se han presentado recientemente dos casos que son claros ejemplos de las dificultades que a veces existen para hallar un sano (y funcional) equilibrio entre el espíritu de tolerancia y eso que damos en llamar “el bien común”... especialmente cuando las creencias religiosas están de por medio. Ahí les van:

Caso # 1: Algo así había ocurrido en Estados Unidos hace un par de años, pero la verdad no le puse entonces mucha atención al asunto. Ahora que un suceso similar ocurre en Calgary, a unos kilómetros de la escuela donde estudia mi hija junto con una parvada de niños de 11 años, se me pusieron los (pocos) pelos de punta. Resulta que una pequeña de esa edad sufre de una rara enfermedad del sistema vascular, que la hace requerir periódicas transfusiones de sangre. Cuando los médicos hicieron el diagnóstico, quisieron pasarla de inmediato a que recibiera el primer tratamiento (o como lo llamen los matasanos en su jerga). Pero la mamá se negó a que su hija recibiera una gota de sangre ajena. Resulta que la señora pertenece a la comunidad de los Testigos de Jehová, cuyos dogmas (no me pregunten por qué, la verdad está difícil dar una explicación lógica) prohíben a sus adherentes ese tipo de atenciones. El papá (quien no comulga con las ideas de su señora... como casi todos los señores, aunque en situaciones menos extremas) dijo que le importaba muy poco la religión, el equipo de hockey o el signo zodiacal: lo crucial era que su hija recibiera la terapia y los medicamentos que fueran necesarios; y se salió con la suya. La señora respondió con una demanda dirigida a marido y hospital, por haber ido en contra de sus creencias. Marido, hospital y gobierno provincial de Alberta contrademandaron para que el tratamiento pudiera continuar. Los abogados de ambos bandos, que aquí como en cualquier parte descomponen todo lo que tocan, siguieron ahondando en el asunto, y una corte llegó a la descabellada conclusión de que la niña podía decidir si deseaba o no recibir las transfusiones, o sea, si quería o no vivir. ¡Una niña de once años! El gobierno provincial apeló la decisión, y en esas andan hasta la fecha. Al menos la niña ha sobrevivido al pleito, a su madre, a la enfermedad y (lo más sorprendente) al hecho de tener más de dos abogados en torno suyo: eso liquida al más bragado.

Caso # 2: En mayo de este año, el gobierno de la Provincia de Alberta sacó una ley que obliga a todos los menores de 18 años que utilicen bicicleta, motoneta, motocicleta o scooter, a usar casco protector. Si los chamacos y chamacas resultan sorprendidos en falta, LOS PADRES de los menores de 16 años (en Canadá, como en otras sociedades civilizadas, sí se considera que los padres tienen alguna responsabilidad sobre los hijos) deben pagar una multa de 50 dólares canadienses (unos 320 pesos mexicanos). Los chavos de 17 y 18 años tienen que pagar (ellos, no los padres) 75 dólares. Hasta ahí, todo muy lógico y sensato. ¿Quién se va a oponer a que las personas que usan vehículos inherentemente peligrosos (sean esas personas de la edad que sea, pero en especial los jóvenes) se protejan de manera obligatoria?

Bueno, para que vean que nunca se sabe por dónde salta la liebre, resulta que una comunidad religiosa nada pequeña puso el grito en el cielo: los sikhs. Si no habían oído hablar de ellos, no los culpo. Los sikhs pertenecen a una religión del subcontinente indio concentrada en la región del Punjab. No son hinduistas ni budistas ni musulmanes: son sikhs. De nuevo no me pregunten por qué, pero TODOS (literalmente) se apellidan Singh (el directorio telefónico de Amritsar, la capital punjabí, ha de ser una pesadilla... o el libro más monótono del mundo). Tradicionalmente forman una casta guerrera, y pese a ser una minoría pequeñísima en la India (por ahí de un 1% de la población), una buena proporción de las fuerzas armadas hindúes son sikhs (los asesinos de Indira Gandhi, por cierto, fueron sus guardaespaldas sikhs... que así le hicieron pagar su represión contra nacionalistas punjabíes, quienes buscaban la independencia de su tierra ancestral). Pero lo importante (en el caso que nos ocupa) es que su religión obliga a todos los hombres mayores de 12 años a no cortarse nunca el pelo; y domarlo y acomodarlo pulcramente con un turbante. Para mayores referencias: ustedes recordarán, en esa maravilla de película que es “El paciente inglés”, al amante de Juliette Binoche; sí, el que se desenreda como un metro de cabello (para eterna envidia de algunos de nosotros) al quitarse el turbante; pues bien, él era un sikh enrolado en el ejército británico (y, siguiendo la tradición de su pueblo, en un oficio más peligroso de lo usual). Total: en Alberta residen unos 30,000 sikhs, y es común encontrarse con ellos en la calle y reconocerlos precisamente por sus turbantes... los que, como dijimos, son una obligación religiosa (algo casi único, por cierto). Así pues, los chiquillos al ir en bicicleta, o andan con casco, o andan de turbante... dado que no hay casco que acomode semejante volumen. Ni los fabricados en Mérida, boche. Por tanto, según ellos, la ley de Alberta es discriminatoria y viola sus principios religiosos.

La cosa se ha calentado en los programas de radio. Buena parte del culto público opina que o todos coludos (o encasquetados) o todos rabones (o sin casco); algunos sikhs apuntan que un guamazo lo aguanta mejor un turbante de varias capas que un casco chafón. Otros, que el que los niños anden sin casco es un riesgo que los padres están dispuestos a correr (pero las descalabradas las pagan los impuestos de todos vía Alberta Health Care, alega el bando contrario). Total, que la discusión está a todo lo que da, y no hay visos de solución en los momentos en que les escribo estas pobres líneas.

¿Qué opina? ¿De qué lado está? ¿El respeto a las tradiciones religiosas o la seguridad (e incluso la vida) de los menores de edad? ¿Hasta dónde llega la tolerancia?

Se los dejo de tarea.

Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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