La semana pasada fuimos testigos (bueno, es un decir) de cómo ciertos estereotipos tienen la cochina costumbre de probar que, si lo son, es porque se presentan con harta frecuencia en la vida real. Cuando varias docenas de terroristas chechenos tomaron como rehenes a unos 800 actores y espectadores en un teatro de Moscú, inmediatamente supusimos, clarividentes que somos, tres cosas:
Primero, que los chechenos iban a hacer una demanda irrealizable: ¡Lotería! Exigieron que una guerra que, de manera intermitente, viene arrastrándose desde hace casi siete años, terminara en siete días. Sí, Chucha. Ni que fueran bolobanes (¿o volovanes? Misterio insondable: la palabreja no viene en mi diccionario).
Segundo: que el gobierno de Putin no iba a dar su brazo a torcer, por simple cuestión histórica: desde tiempos de Gengis Khan, los rusos arreglan estos asuntos a punta de catorrazos; negociar para ellos es un rasgo de inseguridad y dar muestras de debilidad es algo que un eslavo teme más que a la muerte: ¡Bingo! Putin ordenó el rescate de los rehenes a sangre y fuego, sin parar muchas mientes y los spetnaz ejecutaron con un disparo en la sien a los terroristas desmayados; lo cuál es una escandalosa ruptura con las añejas y tradicionales costumbres soviéticas: en los buenos tiempos de Yagoda y Beria, el tiro era en la nuca. Ya nada es igual en esta nueva Rusia, ¡bah!
Y tercero, que el intento de rescate iba a ser un desastre, muriendo una buena cantidad (si no es que todos) los rehenes. Y eso, no por mala fe ni pésima voluntad hacia esa pobre gente que pensó divertirse viendo una comedia romántica y terminó metida en una pesadilla. No, simplemente porque la experiencia demuestra, como veremos luego, que esas operaciones de rescate con frecuencia terminan en catástrofe. ¿Y qué pasó? 118 rehenes murieron, casi todos como resultado de la inhalación del gas usado para atarantar a los terroristas. Semejante número de bajas provocadas, a fin de cuentas, por el equipo de rescate, causó indignación en algunos sectores de la sociedad rusa. Los hospitales no sabían qué antídoto usar, dado que las autoridades mantuvieron en el misterio el sencillo dato de qué rayos se había inyectado en la atmósfera del teatro. Pero Putin y su gente tomaron las cosas con la filosofía amarga propia de un pueblo que se ha gastado gobernantes como Iván el Terrible y Iosif Stalin: alegaron dos cosas: que si no hubieran intervenido, los muertos hubieran sido 800 (porque a nadie le queda duda que los chechenos tarde o temprano hubieran volado a todos, ellos mismos incluidos) y que no esperaran una operación de rescate perfecta: no existe tal cosa.
En lo cuál Putin tiene razón: la experiencia histórica demuestra que, cuando un comando terrorista (o peor aún, una instancia paraestatal, como en Irán en 1979) toma rehenes, lo más probable es que el intento por rescatarlos no termine muy bien que digamos. Veamos algunos ejemplos:
El modelo paradigmático de una operación de rescate planeada (¿?) y ejecutada con las patas tuvo como protagonista, curiosamente, a una corporación que, como todo su pueblo, tiene fama de bien hechecita: la policía alemana. Cuando un comando palestino tomó como rehenes a nueve atletas israelíes (matando a otros dos en el proceso) en la Villa Olímpica de Munich, durante los Juegos de 1972, los germanos decidieron tomar cartas en el asunto y rescatar a los judíos: remordimientos tardíos, que se llaman. El problema es que la operación pareció organizada por los Hermanos Marx en colaboración con los Hermanos Almada. Los alemanes pensaban abatir a los terroristas en cuanto éstos dejaran los helicópteros que los llevaron a un aeropuerto, desde donde en teoría volarían a El Cairo. El pequeño detalle es que sólo había cinco francotiradores (uno de los cuáles ni siquiera tenía línea de fuego y se pasó horas hecho bolita cubriéndose de las balas) para matar a ocho miembros de Septiembre Negro. Y esto porque (aunque parezca increíble, pero la estupidez humana es universal) NADIE le avisó a los del operativo del aeropuerto cuántos terroristas había. El resultado fue que los palestinos se negaron a morir dos de un solo balazo (o, como decíamos en mi infancia durante arduos juegos de canicas, “de rebote estás”) y aquello acabó en un desaguisado: no se salvó un solo rehén israelí.
Tres años después y en aguas de Indochina un barco americano, el “Mayaguez”, fue capturado por un comando del Khmer Rouge, grupo genocida recién llegado al poder en Camboya. Que fuera capturado un navío gringo (estando tan frescos los raspones de la caída de Viet Nam del Sur) era un insulto fuerte para el Imperio. Pero que lo hiciera la (inexistente) marina de Cambodia, era una cachetada guajolotera con ladrillo: es como si a uno le ganaran los Bengalíes de Cincinnati al son de 48-3. El presidente americano Ford (quien batallaba para mantener la vertical, incluso estando sobrio) ordenó una operación de rescate fulminante. A fin de cuentas, los comandos salvaron a 25 tripulantes... sufriendo la pérdida de 27 de sus efectivos... aunque eso de efectivos, la verdad y viendo los números, es un decir...
En septiembre de 1980, medio centenar de americanos ya habían cumplido un año como rehenes en el edificio de su embajada en Teherán. “Estudiantes revolucionarios”, emocionados con los discursos del Ayatholla Khomeini, habían tomado la delegación diplomática y retenido a 54 empleados como fichas de negociación. Ello había echado a perder la administración de Jimmy Carter, quien a menos de dos meses de las elecciones sabía que las tenía perdidas ante el candidato republicano Ronald Reagan: había que hacer algo y rápido, si no quería despedirse de la reelección. Carter, ingenuo como siempre, le pidió a sus generalotes que organizaran una operación de rescate, aprovechando que los americanos conocían los puntos ciegos del radar iraní; después de todo, ellos habían instalado los equipos en tiempos del Sha. Los geniecitos del Pentágono armaron un tinglado espantosamente complejo, que incluía cuatro helicópteros, dos aviones Hércules C-130, un comando disfrazado de arrieros camelleros (¡en serio!) y creo que a Cher semidesnuda (como siempre) cantando arriba de un acorazado, como elemento distractor. Total, una violación flagrante del primer mandamiento en una acción de este tipo, que es la Regla KISS: “Keep It Simple, Stupid” (Mantenla simple, estúpido). A fin de cuentas un helicóptero se perdió en una tormenta de arena (de nuevo: ¡en serio!) y a otro se le taparon los filtros con la tierra de la misma tolvanera. Como sólo quedaban dos helicópteros en vez de los tres que como mínimo requería la misión, se dio la orden de abortar ésta. Al despegar del punto de reunión en el desierto, un avión y un helicóptero (en ausencia de un chiquillo mocoso que les dijera “¡Quebrándose, quebrándose!”) chocaron y murieron ocho rescatistas. Por supuesto, los rehenes permanecieron en esa condición hasta enero de 1981... cuando Carter le entregó el poder a Reagan, luego de una paliza espantosa en las elecciones del noviembre anterior.
Bueno, hasta ahí le dejamos. Creo que quedó claro el punto... aunque no estaría de más volverlo a abordar. Si usted es de los que se ríe de las desgracias ajenas, el tema da para divertirse horrores.
*Los amables lectores Pedro Duarte y el misterioso CAVA1 (nombre de e-mail, quien además me restregó en la cara que el torito estaba re fácil) respondieron con soltura y desparpajo al reto del domingo anterior. Efectivamente, la única pareja padre-hijo que ha alternado con Bond, James Bond, es mexicana: Pedro Armendáriz (en “From Russia with Love”, 1963) y Pedro Armendáriz Jr. (en “License to Kill”, 1989). Gracias.
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