Antiguamente, el ir al cine era una ceremonia casi sagrada, por no decir uterina: uno ingresaba a un ámbito oscuro, cálido y cavernoso, en donde los sueños, fantasías e ilusiones podían tener cabida en el ámbito de lo concreto, del devaneo erótico en las penumbras, el consumo desmedido de palomitas (antes que costaran lo que el caviar beluga) y el chacoteo con los otros quince o veinte ocupantes de la misma fila, todos ellos vecinos de la misma calle, colonia o zona postal (cuyo número, entonces como ahora, nadie conocía).
De repente esos palacetes se fueron quedando solos por varias razones: empezando porque la mayoría empezaron a ser viles focos de infección a donde, si uno quería evitar el contagio de peste bubónica, debía entrarse equipado como va a tener que hacerlo la infantería americana cuando se decida atacar Iraq: con vestimenta contra guerra bacteriológica. Luego, el equipo técnico (por no hablar de los cácaros) empezó a envejecer notoriamente, de manera que en algunos lugares las películas tenían una consistencia pastosa o de plano lagañosa que hacía difícil evaluar si uno estaba presenciando un experimento fílmico, un bodrio, o los resultados de la cruda del proyeccionista. Recuerdo que en la última película que asistimos a ver en el cine Torreón, que fue “Dunas” de David Lynch, me pasé dos horas suponiendo que a tan delirante director se le había pasado la mano, porque hasta las escenas a pleno sol parecían filmadas de noche. A la salida alguien me notificó que el foco del proyector tenía dos años necesitando ser cambiado, pero nadie se había ocupado de hacerlo. Cosas veredes, mío Cide. O mejor dicho, no veredes con claridad.
Por último, llegaron los multicinemas, moda gringa como debía de ser, a donde uno podía acudir y encontrarse con una amplia variedad de opciones... que se repetían en el multicinema de diez cuadras más allá. Si se fijan, con la proliferación de salas pequeñas apeñuscadas en torno a una dulcería más cara que el casino de Montecarlo, en realidad la oferta fílmica no ha aumentado; de hecho, me temo que ahora podemos ver menos películas italianas, alemanas, británicas y francesas que hace veinticinco años. Tal cosmopolitismo era sin duda una de las delicias de los cines añejos. De hecho, en los más rascuaches era donde uno podía pepenar los mejores filmes. “Equus” (donde Richard Burton hizo tan buen papel que se creía segurito para el 0scar; y cuando durante la ceremonia el anunciante dijo “El ganador es Richard...”, el ex de la Taylor empezó a levantarse. Para su fortuna, su acompañante lo jaló del brazo, de manera que a medio erguirse, posición conocida como “de aguilita”, escuchó el apellido Dreyfus, quien merecidamente recibió la estatuilla por “La chica del adiós”) la vimos en el cine Laguna, junto con otras siete personas en función nocturna, la cual fue aprovechada por un parroquiano para dormir a pierna suelta, haciendo gala de los ronquidos más sonoros que jamás haya escuchado. “Ifigenia”, una maravillosa película griega, la admiramos en el cine Modelo, lugar que tenía la curiosa característica de poseer los asientos de mero adelante situados a mayor altura que los de en medio. Los del fondo, a su vez, estaban al mismo nivel que los de la primera fila. De manera tal que la disposición de la butaquería era un ejemplo perfecto de lo que en geometría analítica se conoce como una parábola. ¿Por qué? Nunca lo he sabido.
En ese mismo cine, además, había complacencias. Durante la exhibición de una película “de arte” (sic), (“El baile” de Bertolucci, si no mal recuerdo) la raza empezó a chiflar y patalear, en vista de la poca acción (erótica y de la otra) a la que estaban acostumbrados en tan augusto recinto. Alguien recordó aquello de “Vox Populi...” y en plena exhibición se procedió a quitar esa película, para reemplazarla con una de karatecas, que al parecer siempre tenían por ahí para esos casos de emergencia. Un amigo fue a reclamar que él había pagado por ver otra cosa. El administrador-taquillero-afanador, con aire triste, le tendió un billete por el importe, y le dijo: “Vaya a decirles eso a ellos”, señalando con el mentón el interior de la sala, donde el culto público ululaba de placer ante las patadas voladoras que ya zurcaban la pantalla.
A propósito del cine “de arte”: recordarán que tan pomposo título tenía el Buñuel, el cuál fue el primero en La Laguna en atreverse a exhibir “funciones de media noche”. Esta novedad, viéndolo retrospectivamente, fue un simple gancho, dado que las películas solían tener el contenido venéreo de una proclama del sindicato petrolero. Lo que resultaba muy divertido en aquellos tiempos moralinos y pacatos, era que mucha gente llegaba cuando ya habían apagado las luces (para que la íntegra sociedad lagunera no los viera como pervertidos), y salía disparada a los baños en cuanto las encendían en el intermedio. El resultado era un congestionamiento espantoso en los sanitarios, en donde medio Torreón saludaba al otro medio Torreón.
Una de esas “funciones de media noche” fue una película japonesa (nacionalidad de las que ya no vemos tampoco nunca) que tenía el sugestivo título de “El paraíso erótico de Utamaro”. Por supuesto, nadie tenía la más remota idea de quién era el mentado Utamaro; pero sí tenía paraíso erótico, pues había que verla. En el trasnochado estreno, el cine estaba lleno. Resulta que Utamaro fue un pintor del siglo XVII, que se la pasaba de fisgón en burdeles y establecimientos del mismo prestigio, en búsqueda de la modelo perfecta; de la mujer que fuera el epítome de la belleza absoluta y total. Luego de una lentísima hora de proyección, durante la cuál no ocurrió nada (ni paradisiaco ni erótico ni nada), resulta que el artista encuentra lo que estaba buscando. Recuerdo la escena como si la hubiera visto ayer: en la calle, a lo lejos, Utamaro observa a una mujer bajarse de un palaquín. Corte. Close up de la cara de Utamaro extasiado: todos los espectadores (los que seguíamos despiertos) entendimos que ¡al fin! había dado con la buscada Afrodita-san. Corte. Close up de la susodicha: una mujer sencillamente espantosa, según cualquier canon estético habido o por haber, occidental o asiático. Toda la concurrencia estalló en estruendosa carcajada. Fue lo mejor del filme.
Ésas eran las cosas que le daban mal nombre al cine “de arte”. Ésas, y que el Buñuel tuviera seis meses en cartelera bodrios como “Dillinger ha muerto” y “A causa de las gatas”, títulos que aún recuerdo no por las películas mismas, sino porque los leía en los periódicos, anunciados a diario, durante semanas sin fin.
En el Princesa vimos “El resplandor”, con un ingrediente de misterio extra: el proyeccionista se equivocó en el orden de los carretes (o se los mandaron mal, tampoco hay que abusar de tan sufrido gremio), de manera tal que vimos lo de en medio, luego el final, después el principio y creo que rematamos con los cortos de la función de la próxima semana. Si de por sí esa película es alucinante (si todo era una elaboración mental, ¿quién dejó salir a Jack Nicholson del refrigerador o despensa o lo que sea, escena que Kubrick filmó tirado bocarriba en el piso?), con semejante batiburrillo aquélla resultó una experiencia inolvidable.
Total, que a riesgo de que nos consideren viejos, hemos de pensar que toda sala pasada (hasta por agua) fue mejor.
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