De manera aislada, a cuenta gotas, se inicia el proceso de renovación de la cámara de Diputados apenas con el pronunciamiento que hacen los sectores sociales en favor de una persona que agradece la nominación prometiendo consultarlo con sus familiares no teniendo, por el momento, la certeza de querer participar. Lo que no deja lugar a dudas es que se trata de un juego que se repite cada vez que se aproximan las elecciones para un puesto en que para llegar se requiere ganar el voto de la ciudadanía. Antes, en la era priista, cuando las listas de futuros legisladores eran “palomeadas” en Palacio Nacional su inclusión no dejaba lugar a dudas de que la nominación como candidato substituía cualquier ponderación considerándose a la persona como electo en un sistema en que las ánforas era un simulacro para legitimarle.
Hoy es diferente. Se requiere para darle a un candidato el cariz de auténtico, genuino y verdadero, que cuente con padrino ad hoc y los medios económicos suficientes para gastar en una despilfarradora campaña electoral. Esta novela de la vida real se podría titular: los magnates al poder. Son ellos los que pueden salvar al país ya que cuentan con el dinero suficiente que los ha dotado de la inteligencia necesaria para conducir a los demás. Ya sean de un partido o de otro, lo mismo da, son los que cuentan con billetes los únicos capacitados para tomar las riendas de un gobierno. Los tiempos románticos, en que nuestro ordenamiento máximo no fijaba como requisito para aspirar a un cargo de elección popular que se tuviera una cuenta bancaria de equis número de ceros, se acabaron.
En efecto en una nación compuesta de más de la mitad de la población por menesterosos quienes han de gobernarlos son quienes no tienen la menor idea de que se siente salir a la calle todas las mañanas con el estómago vacío ante la carencia de trabajos que proporcionen salud y sustento a las familias. Los que dirigen este país no tienen la menor concepción de lo que significa ser pobre. La ley ha cambiado de la noche a la mañana en lo que a quienes pueden participar en los comicios se refiere. Aunque la letra diga una cosa la contundente realidad dice otra. En estos días le hemos dado vuelta a las manecillas de reloj en sentido inverso regresando al período en que el grupo de los que el maestro Justo Sierra bautizó como los “científicos” tenían las riendas del poder en sus manos.
El dinero es el que hace la diferencia. Quedó atrás la posibilidad de que las personas pertenecientes al proletariado puedan aspirar a un puesto de elección popular. Si se dice que tal o cual personaje “cumple con el perfil para formar parte del Congreso de la Unión” no se refieren a sus méritos en el medio social o político si no a que puede erogar el costo de una onerosa campaña electoral y es amigo o socio del mandamás en turno. El que ha hecho una fortuna, no importa cual haya sido su obscuro origen, al aproximarse el relevo en la cámara de diputados está más puesto que un calcetín para ocupar una curul. Lo peor de todo es que los mexicanos permitimos ese juego perverso por que no nos atrevemos a protestar acudiendo a las urnas para emitir nuestro voto.