Tomé este título de un artículo en “The New York Review of Books” de agosto pasado. El autor es Gary Wills, colaborador de esa revista y autor del recién publicado “Why I am a Catholic” (“Por qué soy católico”).
Por el puro título se deduce que el tema central de este artículo es el problema de tantos obispos católicos fustigados por la opinión pública en los EU por haber solapado el comportamiento de sacerdotes pedófilos (algunos futuros obispos entre ellos) señalados por sus “víctimas”, ya que, en vez de castigarlos, solamente los cambiaban a otra parroquia lejos de ahí, lo cual les permitía seguir delinquiendo sin mayores consecuencias.
Con el fin de enfrentarse al problema y lavarse las manos ante la opinión pública, cerca de 300 obispos tuvieron su junta semianual en Dallas del 13 al 15 de junio. Observó Wills una seriedad inusitada en su comportamiento. No era para menos la andanada de críticas que han recibido por sus curas trashumantes, cosa que los legos asistentes a esa reunión les recordarían con toda crudeza a los prelados por tratarse de una traición de parte del clero a la confianza que los fieles habían depositado en ellos.
A pesar de la ambivalencia inicial de los obispos, los resultados de esta junta episcopal son realmente notables por el vigor de su autocrítica. Cuando el Cardenal Theodore McCarrick de Washington dijo que la crisis de la Iglesia se debía a unos cuantos sacerdotes enfermos y confundidos, otro lo interrumpió para decir que el encubrimiento “sistémico” era el verdadero causante de la crisis, y no, como suponía McCarrick, “unas cuantas manzanas podridas”. En una encuesta del Wall Street Journal y la NBC, el 89 por ciento de los entrevistados opinó que los obispos que sólo “desplazaban” a los delincuentes deberían ser ellos mismos privados de su diócesis. Según el periódico Dallas Morning News, un escrutinio de diócesis por diócesis llegó a la conclusión que de los trescientos obispos ahí reunidos doscientos habían tenido esa costumbre. Los dos legos católicos invitados a hablar no se mordieron la lengua en sus críticas, extendiéndolas más allá del puro abuso sexual al hermetismo de la Iglesia que, acá en México, se acepta con el dicho de “al cura, oírlo y callar”, una actitud inaceptable para muchos que antes nos decíamos católicos.
Los obispos nunca antes habían oído tantas y tan agudas críticas de boca de sus propios fieles. Sin embargo, “aguantaron vara” y las protestas encontraron su lugar en un documento - el “Charter”- que aprobaron con su voto. Aunque muchos quisieron mantener vigente la excepción de quienes hubieran cometido una sola falta al principio de sus carreras, esta tendencia fue derrotada por una nota original: que no se trataba tan sólo de perdonar al pecador sino de “mantener la honra del sacerdocio y de la propia Iglesia”. Los cardenales partidarios de “cero tolerancia” derrotaron a los tolerantes en una votación final de 239 contra 13.
Mas a pesar de tal votación, las voces de esa minoría se siguieron escuchando. El Cardenal Óscar Rodríguez Madariaga de Honduras (considerado entre los “papabili”) dijo que prefería la cárcel a perjudicar a uno de sus sacerdotes, que: “ellos deben ser “pastores, no agentes de la CIA”. El jesuita Avery Dulles, un favorito del Papa recién elevado al cardenalato (y que no pudo votar por no ser obispo), habló del conflicto que se crearía entre obispos y sacerdotes en general por el “grotesco requerimiento de reportar acusaciones a las autoridades civiles”, argumento a su vez “grotesco” dado que los ofendidos son, por lo general, civiles. Una encuesta del Washington Post publicada la semana después de la junta episcopal, descubrió que sólo el 3 por ciento de los católicos creyeron que los obispos se habían sobrepasado; el 66 por ciento aprobaron.
Abajo de este artículo, apareció el poema “Proverb”, de un amigo mío de Harvard, junto con un dato muy triste: Kenneth Koch (1925-2002). Uno más que es uno menos.