Hace dos meses, el 5 de septiembre, escribí aquí que Alfonso Martínez Domínguez “espera la muerte” en Monterrey. La espera concluyó ayer en la mañana. Su arteriosclerosis múltiple lo condujo al final de su vida, iniciada en esa misma ciudad el 7 de enero de 1922, según la ficha oficial publicada cuando era senador de la República, el último cargo en su larga trayectoria política.
Pero no ocurrió durante ese desempeño senatorial su última aparición pública. Descontento con el procedimiento utilizado por su partido (que encabezó de 1968 a 1970) para elegir candidato presidencial en 1999, no vaciló en decirlo, contrario a las tentaciones democráticas como era. Luego de lo cuál volvió al silencio en que se guarecía y del que lo sacó la averiguación sobre la matanza del 10 de junio de 1971, emprendida 31 años después del trágico suceso.
El 22 de julio pasado Martínez Domínguez conoció las acusaciones recogidas por la Fiscalía Especial para investigar los crímenes de la Guerra Sucia y “del pasado” en general, extensión que comprende el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971. Apareció muy enfermo, en silla de ruedas, su nariz conectada a un tanque de oxígeno, en un cuarto del hospital Christus Muguerza. No se pudo verificar si estaba consciente de la trascendencia del acto y ni siquiera si pudo atender la prolongada lectura de las denuncias en su contra, presentadas por Jesús Martín del Campo y otros activistas. Hizo que en su nombre se solicitara un plazo de 30 días hábiles, que se le concedió, para responder el vasto cuestionario preparado por la fiscalía.
El 4 de septiembre, aún más maltrecho, negó la participación que las denuncias le atribuyeron en la matanza del Jueves de Corpus. Pero también se abstuvo de ratificar la informal pero terrible acusación que años atrás, ante Heberto Castillo y varios testigos más, había lanzado contra Luis Echeverría. Al final de sus días, como tuvo que hacer para que se le permitiera retornar a la política, Martínez Domínguez apareció coludido con su enemigo en una conspiración de silencio y complicidad que la fiscalía no ha conseguido hasta ahora romper.
Disminuido al punto de que no pudo firmar su declaración, que signó con su huella digital, Martínez Domínguez reiteró no haber tenido “ninguna intervención ni participación en los hechos violentos que se suscitaron; no instigué, colaboré, auxilié ni encubrí a los autores o partícipes”. Mintió al menos en uno de esos extremos, pues no inició formal querella contra Echeverría, al que sabía o imaginó protagonista del suceso funesto y por lo tanto lo encubrió. De ese modo, en una paradoja, de las que menudean en la vida política, resultó protector de quien lo arrojó al peor momento de su trayectoria pública.
Otro de semejante naturaleza, de que se habla menos, consistió en su llegada al gobierno de Nuevo León. Por una variedad de razones, entre las que contó su enemistad con Echeverría y la necesidad de López Portillo de distanciarse de su amigo y antecesor, fue candidato al gobierno, en una entidad que desde muy temprano había ofrecido señales de resistencia a la autoritaria dominación federal. Fue un regiomontano, Antonio L. Rodríguez, uno de los primeros diputados panistas, en 1946 y el municipio que devendría el más próspero de México, el de San Pedro Garza García, fue gobernado por el PAN desde 1963, por lo menos veinte años antes de que se generalizaran los triunfos blanquiazules en elecciones de ayuntamientos.
Aunque no con el asentimiento del centro, José Ángel Conchello se erigió en antagonista de Martínez Domínguez. No era un candidato cualquiera. Ya para entonces había sido diputado federal dos veces y líder nacional de su partido. Si bien es cierto que se convirtió en factor de discordia al ejercer esa posición, también lo es que su talla política le permitiría concluir sus días, en 1998, como una eminente figura de su partido. En 1979, cuando resolvió enfrentar a Martínez Domínguez, lo hizo con una energía batalladora que puso en aprietos a Alconso, como el genio publicitario de Conchello bautizó al ex regente capitalino, en recuerdo de la actuación de los halcones.
Avasallado por la maquinaria priista, Conchello fue derrotado. Escribió al año siguiente un libro en que examinó su propia campaña y la de Martínez Domínguez, El trigo y la cizaña. El dirigente panista retrata a su vencedor, un político “conocido más por sus errores que por sus aciertos”, calificación en que Conchello falla pues hasta el 15 de junio de 1971, en que fue despedido del Gobierno de la ciudad de México, la vida de Martínez Domínguez había transitado de triunfo en triunfo: “Un sujeto que tenía todo para ser rechazado por los hombres de antaño; se decía fundador de la CTM y azote de las industrias; secretario general de los burócratas capitalinos, monstruo de burocracia voraz; dos veces diputado federal; jefe nacional del PRI en épocas de inmundicia electoral; con una vida privada reprobable y además era corresponsable de la cobarde matanza del 10 de junio de 1971”.
A Conchello se le reconocieron sólo 122 mil votos, trescientos mil menos que los 423 mil acreditados a Martínez Domínguez. Cuando éste fue declarado gobernador electo, un niño de once años, en el mitin de protesta de Acción Nacional pidió al presidente López Portillo como si estuviera allí: “Nuevo León quiere de gobernante a José Ángel Conchello. No queremos a ese halcón, usurpador. Llévatelo a donde estuvo congelado diez años”.