Estimulado por un excelente artículo de Sergio Sarmiento sobre el Centro Histórico de México, decidí darle una repasadita a nuestro propio CH acá en Mazatlán. Desde luego que la historia del nuestro es mucho más breve, puesto que Mazatlán sólo existía como un topónimo en los siglos de la Colonia -”el lugar que los indios llaman Mazatlán” - pero la ciudad en sí nació junto con la Independencia.
Nada de colonial tiene, pues, su estilo arquitectónico. Es candorosamente neoclásico, implantado por los mercaderes europeos que se establecieron en el puerto: ventanas altas enrejadas y cornisas lineares. Si las del primer piso cierran en arco, las del segundo tienen un travesaño horizontal (y viceversa). Las fachadas con ventanas idénticas en ambos pisos son malas copias modernas. No había terceros pisos.
Criado en el ambiente de estas airosas casas, yo siento una gran simpatía por este estilo. Buenas vibras que me recuerdan algo de cuando yo llegué a Harvard en 1940. Mi dormitorio estaba en el centro antiguo de la Universidad, cuya multitud de sus estilos me fascinaba. Comentándolo con uno de mis profesores, éste me preguntó cómo era Mazatlán. Le dije que no tenía chiste: “todas las casas son iguales”. El me dio una palmadita y una lección inolvidable: “Eso, en arquitectura, se llama estilo”.
En los años después de la II Guerra Mundial, el dinero nuevo metió el desorden con construcciones que nada tenían que ver con Mazatlán, es decir con nuestro clima, con el Sol de juicio en verano y los ciclones del otoño. Por un lado hacían un recovequeado “colonial californiano”, y por el otro, un escueto minimalismo tipo Bauhaus con enormes ventanas de una pieza que siempre estaban encortinadas: contra el Sol durante el día, y de noche contra mirones.
Si bien los ciclones a todos nos trastornan, han servido para que le gente vea la luz. Ahora hasta en las colonias nuevas piden casas “estilo Mazatlán”. Aparte de su mayor funcionalidad, ven su atractivo turístico. En ese ambiente, la reconstrucción del Teatro Ángela Peralta (por gracia del gobernador Francisco Labastida Ochoa), ha sido el gran detonador, pues se ha convertido en el principal atractivo turístico de la ciudad. Aunque los graffiteros siguen siendo los peores enemigos de Mazatlán, he notado que algunas fachadas recién pintadas aún no tienen ningún garabato.
El combate a esta grafomanía es de primera importancia.
No hay cosa más desalentadora para el dueño o inquilino que ver su casa recién pintada amanecer con desafiantes cacografías de nuestros vandalitos. A mí se me ocurre lo siguiente: Si ya no podemos comprar Sudafed ni los más suaves somníferos sin receta, ¿no sería posible prohibir la venta de aerosoles sin “receta” de alguna autoridad municipal? Me parece una solución factible si las autoridades y los comerciantes del caso quisieran tomarla en serio.
Así como los centros históricos deben lucir pulcros por amor propio y por respeto al visitante, así el idioma en su manifestación más extensa e influyente que es la comunicación electrónica del radio y la televisión debería mantenerse lo más limpio posible sin caer en pedanterías chocantes. La “corrección política” tiene mucha culpa en casos como la sustitución de “minusválidos” por “incapacitados”. Luego “minusválido” a su vez se volvió incorrecto y ahora se dice “discapacitado”, palabra que no existe en nuestros diccionarios.¿No sería más lógico, señores de las televisoras nacionales, volver a la palabra correcta: “incapacitado”.
Nancy Reagan, esposa del presidente Ronald Reagan, introdujo un nefasto anglicismo a nuestro idioma con su lema “Say no to drugs”. La traducción correcta es “Di que no a las drogas”, pero a algún pocho se le ocurrió traducirla como “Di no a las drogas”, omitiendo la conjunción “que”. Ahora “di no” y “di sí” han suplantado al español correcto en un incontable número de anuncios y aun en textos oficiales cuando lo correcto es tanto más armonioso: “Dime que sí/ y un pedazo de cielo tendré...”, verso que no podría ni tararearse con el nuevo idiotismo.