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México en la ONU

Miguel Ángel Granados Chapa

En menos de una semana, México ha votado en la ONU conforme a su propio interés, en asuntos en que el propósito y la necesidad de mantener una relación sana y fluida con el gobierno de Washington hubieran podido condicionar la posición mexicana. El viernes pasado votó, como lo hizo entero el Consejo de Seguridad, una resolución que rehusó dar carta blanca al belicismo norteamericano y forzó a que el presidente George W. Bush moderara su unilateralismo. Y el martes, en la Asamblea General, contribuyó a dejar a Estados Unidos prácticamente solo en su anacrónica y ruin decisión de bloquear a Cuba.

No juzgamos como un valor en sí mismo oponerse a las propuestas o decisiones norteamericanas. Sería torpe una política exterior que se definiera por la negativa y con mayor razón lo sería respecto de Estados Unidos, principal fuente y destino de nuestra relación económica con el exterior y territorio donde trabajan millones de compatriotas cuya suerte y cuyas remisiones de dólares importan centralmente al gobierno y a la sociedad en nuestro país. Un antiyanquismo sistemático sería tan pueril e ineficaz como lo sería la posición contraria, la de seguidismo servil y apoyo acrítico a todas las posturas de Washington, practicada por debilidad, por afinidades políticas o por pragmatismo. Aunque es difícil proponerla e instrumentarla, la diplomacia mexicana frente a su poderoso vecino del norte debe ser la de una sana distancia, la que nos negaron la historia y la geografía al unir nuestros destinos de modo indisoluble.

Un permanente acatamiento a la conveniencia norteamericana anula las posibilidades de una relación bilateral, que se practica entre dos iguales, no entre uno y medio. Por esa esencial razón no debe darse nunca por sentado, de aquel o de este lado de la frontera, un apoyo a la política exterior norteamericana. Caminemos juntos con la mayor frecuencia posible, con base en el interés recíproco y el apego a las normas internacionales. Más cuando esas condiciones no estén presentes, México debe expresar sus diferencias y aun discrepancias, sin estridencias pero sin vacilaciones.

Así parece estar ocurriendo. Así ocurrió al menos el viernes y el martes pasado. Verdad es que la representación mexicana no se singularizó. No escapó al consenso de los miembros del Consejo de Seguridad ni dejó de pertenecer a la mayoría que año con año, desde hace diez, condena a Estados Unidos por sus medidas legislativas frente a Cuba. También es cierto que la resolución 1441 se dirige contra Iraq y no contra Estados Unidos y que el gobierno de la mayor potencia mundial estableció el marco en que se produjo la decisión multilateral. Y es igualmente cierto que las posiciones emanadas de la Asamblea General no causan frío ni calor a Washington. Cuando más, exacerban la molestia —semejante a la que experimenta una persona asediada por moscardones— de los círculos conservadores estadounidenses incapaces de comprender la necesidad y los alcances de la organización internacional.

Pero no por todo eso la posición mexicana en ambos casos ha sido inocua en términos de la situación internacional general. Es relevante, pero lo es más el efecto de las decisiones mexicanas en el específico ámbito de su relación con Cuba. El voto en la Asamblea general, aunque no es novedoso, pues en igual sentido se produjo en los nueve años anteriores, se suma hoy a medidas y gestos que, tiendan o no a una recomposición de las relaciones entre México y La Habana, son pasos hacia la rectificación de un error crucial en la política exterior del presidente Fox.

Tal yerro consiste en haber convertido la relación con Cuba en parte de la diplomacia mexicana ante Washington. Ese error estratégico, de diseño, generó otros que dañaron un vínculo no sólo centenario y estrecho sino también útil a ambos países. Al nuestro le permitió tener identidad, definición, vigencia como interlocutor con voz propia. La pronta designación de la embajadora Roberta Lajous y su propio relieve —en vez de congelar en la práctica la relación dejando vacante la sede, o designando un funcionario de bajo perfil— y la rápida aquiescencia cubana indican al menos la voluntad de hallar, de lo perdido, lo que aparezca.

En términos de política interior, los votos mexicanos del 8 y el 12 de noviembre devuelven a la cancillería a la observancia de la norma constitucional que está obligada a atender y de la que tiende a separarse, en los hechos y a veces también en el discurso. El viernes pasado, el embajador Adolfo Aguilar Zínser adujo entre los fundamentos de su voto “la convicción de México, reflejada en el texto acordado, de que la posibilidad del uso de la fuerza sólo es válida como un último recurso, previa autorización explícita del Consejo de Seguridad”. Ese principio deriva del estipulado en la Constitución, junto a otras piedras miliares de la diplomacia mexicana, a los que se refirió de modo explícito anteayer, al defender el derecho de Cuba a la autodeterminación.

El injerencismo humanitario fue blandido como principio opuesto a ése que respeta la soberanía y la igualdad de los Estados. Hacerlo valer de nuevo en el principal foro de las relaciones internacionales es una saludable rectificación de la cancillería, que cotidianamente envía instrucciones por escrito a la representación en la ONU y que deberá estar alerta ante la tentativa norteamericana de formular su propia interpretación de la resolución 1441, un delicado tema que abordaremos aparte.

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