A la mitad de su carrera profesional, mi hija está descubriendo a México. No se trata de un viaje turístico, ni de una reflexión comprometida –qué diera yo–, sino de una de esas revelaciones que se presentan en la vida cuando menos lo esperamos, y que no son más que lo mismo que se ha visto y comentado en la casa, en pláticas familiares, en los periódicos, el cine y la televisión una y mil veces, pero a lo que jamás se le puso atención porque no parecía relevante.
La pregunta surgió a la mitad de la comida: ¿Por qué México no se desarrolló igual que Estados Unidos, si estaba en mejores condiciones económicas y desde siglos atrás tenía una cultura propia? Todos discutimos posibles respuestas: que si el trauma de la conquista, que si el carácter de los mexicanos, doblegado por los aztecas, por los españoles, por los gringos y por la iglesia; que si el calpulli nos condicionó a obedecer y condenó la iniciativa privada; que si tener (haber tenido) una naturaleza abundante nos hizo flojos, que si los grandes territorios despoblados entre civilización (centro-sur) y la barbarie (norte) favorecieron el pernicioso centralismo que aún nos agobia; que le sacamos la vuelta a los problemas, en vez de encararlos, contando chistes o tapando la fea realidad con los colores de la bandera, el ruido de los cohetes y el olor a fritangas de las fiestas patrias; que si somos demasiados, que si la herencia de la Malinche... En fin, muchas razones posibles, pero ninguna respuesta lo suficientemente convincente para explicar el enanismo económico, social y cultural que nos aqueja, en contraste con los vecinos del norte.
De la siguiente clase trajo un nuevo comentario: “Ya sé, el problema de México es que la gente no paga impuestos”. ¿Cómo que no? Tengo tanto tiempo de pagar impuestos como de trabajar. Claro que miles de mexicanos no pagan, aunque trabajen y ganen cantidades estratosféricas (¿pagarán los futbolistas?), pero ésa no es la causa. Estoy segura de que si un día nos pusiéramos de acuerdo los millones de mexicanos que formamos la fuerza laboral del país, trabajadores, obreros, empresarios, empleados domésticos, deportistas, políticos, artistas y terratenientes, y pagáramos todos a uno nuestros impuestos, seguiríamos casi en las mismas, probablemente haciendo un berrinche más por el desfalco que sufriría Hacienda y porque los ingresos, hechos ojo de hormiga, irían a parar a la cuenta suiza de algún vivales.
Es que nuestro país es un enfermo crónico, cuyos males forman una cadena ininterrumpida de contagios y complicaciones que un solo remedio no puede curar: ignorancia, impunidad, abusos de poder, envidias, indiferencia, pereza, irresponsabilidad, mentiras, deslealtades, incongruencias, vicios viejos y vicios nuevos en perpetuo reciclaje, conforman la patología del México que hoy se nos muestra no como tierra de promisión ni cuerno de abundancia, sino como un enfermo grave, urgido de alivio.
¿Qué impuestos van a pagar los que no tienen trabajo? ¿Cómo capacitar al que no trabaja formalmente, si tiene que ganarse la vida en subempleos informales, que agotan su tiempo y su espíritu de superación? ¿Qué hacer para que vayan a la escuela los niños que antes de dar un paso aprenden a pedir limosna, y con el producto de cada día consiguen calmar el hambre (con pan o con resistol) o satisfacer las necesidades de la familia? Y si van a la escuela, ¿cómo hacer para que ésta les proporcione la educación real, necesaria y práctica que requieren para enfrentar la vida y desarrollar el intelecto, cuando los maestros suspenden las clases y abandonan aulas y alumnos, para manifestarse en los términos más vergonzosos, porque no les aumentaron el sueldo? ¿Y cómo no van a hacerlo, si sus directores andan en las mismas, aceptando pillerías, delinquiendo ellos mismos, protegidos por sindicatos que disimulan y toleran todo de sus agremiados, mientras cumplan con las cuotas y haya chanza de traficarlas?
¿Cómo ejercer un mayor control en el magisterio nacional y su trabajo, en el sector salud, en seguridad, en la procuración de bienes y servicios públicos, cuando las autoridades y los representantes del pueblo –léase diputados y senadores– no pueden atender minucias tales, ocupados como están en llevar agua a su molino personal, en desairar al funcionario que no es de su partido o que, siéndolo, no comparte totalmente sus intereses; en bloquear iniciativas de la oposición o en defender a capa y espada a delincuentes probados, porque son víctimas de venganza política? Quiero saber qué se necesita para que un delito cometido por un político sea considerado como tal. ¿Por qué es tan fácil aplicar la ley para castigar a la gente común que delinque, y tan difícil hacerlo con los pillos que ocupan una curul o que tienen fortunas millonarias? ¿Por qué tantos recovecos en las leyes y por qué tanta renuencia para volverla práctica y equitativa? ¿Cuándo serán suficientes las excepciones, para aceptar que hace falta redactar de nuevo los artículos y cláusulas de la Constitución que hoy resultan inoperantes y favorecen la injusticia?
¿Cómo abatir la pobreza –la enfermedad más grave y generalizada de México, aunque la ignoren quienes no la padecen–, si el dinero se tira en plebiscitos inútiles o se despilfarra en campañas de partidos que, como hongos, aprovechan los fondos asignados por el gobierno –también anacrónicamente–, para que cualquiera que “junte a su raza” pueda asumir una candidatura que mucho le deja ganar y a nada lo compromete, puesto que a fin de cuentas los partidos grandes se repartirán el pastel?
¿Qué hacer con un sistema que se devora a sí mismo, que no sabe dónde está la verdad ni quién tiene la razón, que ignora a las mentes brillantes que pueden ayudarle a salir del hoyo e insiste en sostener falacias de razonamiento y errores de decisión? ¿Y qué hacer con la cabeza visible de nuestro gobierno, que un día propone algo que parece iluminar el final del túnel y al siguiente da marcha atrás, oscureciendo de nuevo el camino? Arreglar los problemas de México pudiera ser cuestión de cortar cabezas, pero se corre el riesgo de que nos pase lo que a la Hidra de la fábula, y de cada cabeza cortada nazcan varias peores. ¿Se imagina? Por eso es mejor dejar a Madrazo y a Elba Esther, a Batres y a Bartlett (involuntario juego de palabras) y a todos los demás donde están, no sea que nos los regresen multiplicados y entonces sí, comparadas con una clase política como ésta, las amenazas de Bush a Hussein serían como espantasuegras asustando a un niño piñatero.