En la España de Franco la Iglesia y el Estado llegaron a ser la misma cosa. La Iglesia dio su bendición a la tiranía del Caudillo, y éste hizo del catolicismo la religión oficial de la nación. Curas y guardias civiles pululaban por calles y caminos. En voz baja decían los escasos disidentes que si se hubiera encaramado un cura en los hombros de un guardia, y luego un guardia en los hombros de ese cura, y así sucesivamente, se habría formado una ristra tan alta que los españoles habrían llegado a la Luna antes que los americanos.
Mala cosa es que se junten el altar y el trono. De esa unión jamás han derivado sino males. Un lugar para cada cosa, y cada cosa en su lugar. La bandera y el himno en las escuelas, los cuarteles, las calles y las plazas, los edificios públicos civiles, las celebraciones de fastos nacionales... En los templos el crucifijo litúrgico y los cantos devocionales.
Decir esto no es anacrónico jacobinismo. Es inquietud ante la posibilidad ominosa de que en México se junten en estrecha alianza los que tienen el poder político y económico en la Tierra y los que ostentan la representación del Cielo. También ellos, cada uno en su lugar.
¡Hasta mañana!...