Constantin Chejov, gran maestro de actores grandes, pidió a su novel discípulo Cherkasky que preparara un ejercicio. Debía improvisar una escena en que un joven ausente de su patria recibe en un telegrama la noticia de la muerte de su madre.
El día del ejercicio apareció Cherkasky en el foro vistiendo el traje de los inmigrantes pobres. Triste, pensativo, con la mano puesta en el mentón parecía contemplar por una ventana la inmensidad azul del mar que le había alejado de su país.
En eso otro actor le entregó un telegrama. El joven Cherkasky rompió el sobre, lo leyó y luego quedó inmóvil, en silencio, con la mirada fija en el vacío.
-¡Cherkasky! -lo interrumpió el maestro-. ¿En esa forma expresa usted el dolor? ¿Quedándose como un tonto? ¡Diga algo, grite, llore! Vamos, haga cualquier cosa. Así nadie le va a creer que su madre acaba de morir.
El joven Cherkasky abandonó la escena. El otro actor tomó el telegrama que había caído de sus manos. Lo leyó y un gesto de asombro apareció en su rostro.
-Maestro -dijo a Chejov-, este telegrama acaba de llegar. Me lo dio un hombre en la puerta del teatro. ¿Cómo sabía usted que la madre de Cherkasky murió ayer?
¡Hasta mañana!...