El rabino Jaím gozaba de grande fama ente su pueblo. La gente decía de él que era dueño de todos los saberes. Cuando iba por la calle los vecinos lo saludaban con respeto; su consejo era más apreciado que el oro y que la plata.
Un día fue a buscarlo en su casa un joven que aspiraba a ser como él. Se sorprendió al hallarlo lustrando su calzado, el de sus hijos y sus criados. Jaím no interrumpió su tarea para responder la pregunta que deseaba hacerle el estudiante.
-Rabino –preguntó el muchacho-. ¿Qué haces tú para agradar a Dios?
Le contestó Jaím:
-En este momento lo que hago para agradar a Dios es lustrar estos zapatos de tal modo que no haya en ellos rastros de polvo, y brillen como el sol.
El joven entendió la lección del gran rabí: hacer bien la pequeña labor de cada día es una de las mejores maneras de agradar a Dios.
¡Hasta mañana!...