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Ni pasado ni futuro son ya lo que eran

Lorenzo Meyer

Primera de dos partes

Cómo Interpretar el Correr del Tiempo.- La manera como se vive el presente -el aquí y el ahora— depende, en parte, de las expectativas o visión que se tenga sobre el futuro. Pero resulta que esas expectativas están íntimamente ligadas a las experiencias e interpretaciones del pasado. Lo anterior vale tanto para individuos como para los grandes conjuntos. Ahora bien, en este momento y como sociedad nacional, a los mexicanos, ya no nos queda claro cómo interpretar nuestro pasado y, por tanto, tampoco cómo suponer el porvenir.

La Condición Post Moderna.- La concepción colectiva del porvenir como algo distinto y necesariamente mejor que el presente, es algo relativamente reciente. En muchas civilizaciones y épocas históricas -quizá en la mayoría—, la experiencia histórica lo que mostraba era la incertidumbre del devenir, por eso el futuro tenía un sentido muy distinto del moderno, pues en el mejor de los casos el porvenir era una simple prolongación del presente y en el peor, crisis y decadencia. La aparición de la idea del progreso como la esencia del cambio, está históricamente fechada, pero también hay indicios de que tal idea pudiera estar empezando a modificarse y por razones no del todo distintas, aunque sí más complejas, a las que Lewis encontró para los individuos y las clases dentro de las sociedades actuales. El futuro ya no esta necesaria e indisolublemente unido al progreso. El cambio pudiera volverse a interpretar como algo sin dirección, indeterminado. Cada vez es más claro que, de cara al futuro, hay una ausencia de credibilidad en las grandes visiones, en esas metas narrativas que todavía en el pasado reciente aseguraban que todo lo mejor estaba por venir, que nuestro destino sería glorioso. A esta duda, a esa indeterminación sobre el futuro, se le llama “la condición post moderna”.

La Idea del Progreso o Moderna.- La idea del cambio simple, sin dirección, formó parte de muchas visiones del mundo. Hace ya más de dos milenios y medio, por ejemplo, Heráclito (540-480 A.C.) advirtió que “todo cambia, nada se mantiene igual” o, lo que es lo mismo, que “nadie puede meterse dos veces en el mismo río, pues las que fluyen ya son otras aguas”. Sin embargo, la naturaleza de ese cambio no implicaba la idea de mejoría. Para los griegos, el cambio social y político era cíclico -establecimiento de un sistema de poder, auge y decadencia del mismo— o simplemente carecía de dirección fija; una forma política podía nacer pero nunca llegar a experimentar un auge; vivir sin salir nunca de la mediocridad. Antes del siglo XVIII, en el pensamiento del mundo occidental y de muchas, sino es que de todas, de las civilizaciones que se desarrollaron antes o simultáneamente con la Occidental, dominó la idea de lo fijo, de lo estático, de lo inmutable. Así, por ejemplo, en el mundo medieval cada uno se quedaba en el medio en que había nacido -campesino, menestral o noble- y lo mismo ocurriría con sus descendientes, pues en la naturaleza misma del mundo estaba la imposibilidad de modificar el orden social, político y económico. Suponer otra cosa era rebelarse contra el designio divino.

La idea del cambio como transformación inevitablemente positiva, como progreso, nació en Europa y se le llamó modernidad. Fue resultado de la combinación de la revolución científica del Renacimiento -la enorme fe en las matemáticas y la duda sistemática como base del conocimiento—, con el surgimiento de los estados nacionales, la creación de los imperios trasatlánticos y el triunfo y arraigo del capitalismo, más el optimismo burgués de la Ilustración. Todo ello, dio pie a la idea del cambio como progreso. Para Voltaire (1694-1778), por ejemplo, el incremento gradual de los conocimientos científicos, llevaría a que la humanidad se alejara definitivamente de sus orígenes primitivos para acceder a estadios superiores, donde el hombre dominaría a la naturaleza y establecería el reino de la razón, de la tolerancia y de la justicia. En suma, gracias a la combinación de razón, ciencia y tecnología, la humanidad estaba destinada a transformarse en una “comunidad de derechos humanos”, a civilizarse, a ser moderno.

En el siglo XIX, la tesis elaborada por Charles Darwin (1809-1882) sobre la evolución de las especies (1859), se trasladó sin dilación al campo de lo social. En efecto, a la evolución de los organismos biológicos se le atribuyó un sentido progresista y se le vio como parte de una ley más general, donde el cambio iba de lo simple a lo complejo o de lo imperfecto a lo perfecto, lo mismo en los individuos vivos que en los conjuntos sociales. La visión más radical de este progreso social fue la desarrollada por la izquierda. Carlos Marx y Federico Engels elaboraron una gran ley de la historia que era el equivalente de la enunciada por Darwin para las especies: la lucha de clases conducía a la humanidad, tras milenios de sangre sudor y lágrimas, del comunismo primitivo, al esclavismo, al feudalismo, al capitalismo, al socialismo y, finalmente, al comunismo moderno, y en cada uno de esos estadios las fuerzas productivas mejoraban y aumentaban el control del hombre sobre la naturaleza. Así, el marxismo se presentó como una gran teoría del desarrollo lento pero inevitable, del espíritu humano. La marcha iba de la larga noche de la tribu hacia el incremento de las capacidades productivas y al perfeccionamiento del género humano. A tan magnífica meta se llegaría de manera inevitable, y una vez lograda, quedarían superados de una vez y para siempre todos los antagonismos de clase, toda explotación y humillación. Sólo en el comunismo industrial, los hombres llegarían a ser plenamente fraternales y dueños conscientes de su destino. El pensamiento burgués ya no pudo competir, en materia de optimismo, con la izquierda. Sin embargo, aunque algo escéptica, esa burguesía mantuvo su fidelidad a la idea de progreso. Y cuando al final del siglo XX cayó la URSS y la izquierda perdió el rumbo, el optimismo democrático burgués volvió a reafirmar su confianza en el futuro, pero, a la vez, empezó a germinar la duda sobre toda esa concepción del progreso inevitable (Continuará).

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