WASHINGTON.- Tal vez es la parte nihilista en mi interior, pero estoy haciendo campaña para una huelga de las Ligas Mayores de Beisbol.
No se debe a que crea que los jugadores tienen motivos legítimos de queja contra los dueños. Como a menudo sucede con las disputas laborales en el negocio del espectáculo, ambos lados parecen igual de detestables. Los dueños millonarios arguyen estar en la pobreza mientras gastan como libertinos; los jugadores millonarios tienen el valor de quejarse de la servidumbre por contrato. Ambos lados se benefician de un monopolio autorizado por el Estado, y parecen igual de desdeñosos ante las personas que pagan para mantenerlos.
La queja de los dueños es que el tamaño dispar produce desigualdades financieras. Como los Yanquis de Nueva York están en un mercado televisivo grande y lucrativo, tienen más dinero que los Piratas de Pittsburgh, que juegan en una ciudad y mercado más pequeños. Y los Yanquis pueden comprar los mejores jugadores de Pittsburgh.
Es interesante notar que la solución de los dueños es un tipo de socialismo industrial: compartir las ganancias, topes salariales, que “igualarían el campo de juego”, y harían que todos sacaran ganancias. Los jugadores se quejan de que cualquier limitación a los gastos reduciría su salario anual de los 2.4 millones de dólares actuales a, digamos, 2.2 millones. Es el tipo de “disputa laboral” que sólo le encantaría a un escritor satírico.
Desde mi perspectiva, el problema no es económico sino de estética. En un mundo perfecto, los dueños se restringirían voluntariamente de gastar con el fin de reducir su deuda, y los jugadores se contentarían con salarios más racionales, comprendiendo que ambos lados se beneficiarían a largo plazo. Pero los jugadores de beisbol parecen haber adoptado la postura común de un sindicato (obreros honorables contra capitalistas codiciosos) y son felices de causar estragos para preservar su obscena riqueza. Mientras tanto, los dueños parecen determinados a demostrar que la fatuidad y la codicia no son mutuamente excluyentes.
Sin embargo, vamos a suponer que se evita la huelga. La temporada de 2002 se preservaría para la posteridad y en algún momento cerca del Día de Brujas en noviembre, se jugará una Serie Mundial mientras los copos de nieve empiezan a caer.
Aun así, no se resolvería la crisis del beisbol, sólo se aplazaría por un tiempo. Habría mucho tiempo y espacio para discutir los altos precios de los hot dogs, de los jugadores que emplean esteroides, de los fondos públicos para hacer estadios privados, de los jugadores que venden autógrafos, del equilibrio de Bud Selig, y de los méritos relativos de la expansión y la contracción. Sin duda, se llamaría a los dueños a testificar (de nuevo) ante el Congreso, y el presidente del sindicato de los jugadores sería entrevistado por destacados comentaristas de la televisión.
Sin embargo, si los jugadores fueran a la huelga (por novena vez desde 1972), imagine los beneficios. Como los aficionados parecen determinados a abandonar el beisbol de las grandes ligas en esas circunstancias, no habría más discusión en público de los bonos para jugadores nuevos, de la fuerza de los relevistas, de la nómina de los Yanquis, de Ted Turner o del futuro (si existe alguno) de los Expos de Montreal. La codicia de los dueños y la miopía de los jugadores se olvidaría por un momento, así como la idea de que el futuro de las ligas mayores es importante en alguna forma.
Lo mejor de todo es que los escritores deberían refrenarse temporalmente de convertir al beisbol en una metáfora de la vida estadounidense. Compare los placeres de una huelga con las alusiones al césped húmedo, al crujido de los bates, al delirio del entrenamiento de primavera, a la sensación de un guante que hace mucho se ablandó, a recordar la noche en que Hank Aaron rompió la marca de Babe Ruth, o los recuerdos de jugar a atrapar la pelota con un padre que ya hace mucho murió.
Es un pensamiento tentador, pero confieso tener una esperanza desesperada. Es probable que una huelga del beisbol sólo intensifique la crisis de este pasatiempo nacional, e incluso si hay descontento del público, podría intervenir el presidente George W. Bush.
Esto no sólo profanaría la mansión ejecutiva, sino que establecería un precedente peligroso, ¿por qué sería privilegiado el beisbol? Sería posible pedir a los presidentes que sirvan de mediadores en las finanzas del básquetbol profesional, la Liga Nacional de Futbol Americano y el hockey sobre hielo. Y, ¿por qué detenernos ahí? El circuito de tenis, el golf, el futbol femenino, las carreras de autos exigirían razonablemente su porción de tiempo del presidente. Esto es suficiente para hacer que Ted Williams se dé vueltas en su tubo criogénico.