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NORTE Y SUR / La industrialización de la cultura

Salvador Barros

En poco más de un mes, la casualidad -o tal vez el aire de los tiempos-, me ha llevado a hablar de tres asuntos íntimamente relacionados. Sobre los intelectuales y el poder; el poder y la información, y, por último, sobre los best-sellers.

El elemento común a todos estos asuntos es la industrialización de la cultura, una característica del panorama social del momento. Esta industrialización tiene un aspecto bueno: difunde los bienes culturales. Pero tiene un aspecto malo: la cultura corre el peligro de ser fagocitada por el mundo económico.

El tema me parece importante y adecuado para tratarlo en estos días, cuando ya se mezcla en nuestra sociedad actual el dinero, la cultura y el público lector. El poder es un fenómeno misterioso que ejerce una fascinación universal. En realidad, tiene un núcleo duro, que se manifiesta en infinitas anécdotas. Alguien tiene poder cuando consigue imponer su voluntad a otras personas. Tres son los mecanismos fundamentales que lo confieren: la capacidad de premiar, la capacidad de hacer daño, y la capacidad de influir en las creencias y opiniones.

Según encuestas recientes, en México la gente cree que estos mecanismos están en poder principalmente de financieros, políticos y medios de comunicación.

Son, podríamos decir, los tres grandes poderes. Esta conclusión, ampliamente consensuada, merece un análisis más detallado.

En primer lugar, conviene advertir que los tres poderes no son homogéneos. Uno puede ser democrático (el político), los otros dos nunca lo son.

Los medios de comunicación, los periódicos, por ejemplo, son un elemento imprescindible para la democracia, pero no son intrínsecamente una Institución democrática, porque no representan a nadie. En segundo lugar, no son tres poderes sino dos, porque los medios de comunicación exigen gigantescas inversiones y se han convertido, inevitablemente, en una actividad económica.

El auge de la industria cultural implica la unificación de medios de comunicación y finanzas. Esto plantea un problema difícil.

Un periódico, por ejemplo, se encuentra sometido a una doble lógica: la lógica económica y la lógica de la veracidad. Y tal vez convenga recordar la máxima evangélica: No se puede servir a dos amos. La situación se ha agravado últimamente, porque de ser un sector casi marginal, la industria cultural se ha convertido en el centro de la nueva economía. Si empresa tipo es la que engloba sistemas de transmisión de datos, entretenimiento e información, el mercado tiende siempre al monopolio y, si éste está prohibido, al oligopolio.

Y esto es lo que está sucediendo en el mundo de la industria cultural. En este momento, seis gigantes se disputan el mercado mundial: AOL, Time Warner, Viacom, Vivendi, NEWS corporation (Murdoch), Disney y Bertelsmann. Todos tienen emisoras de televisión, productoras de cine y tv, y editoriales.

Sony tiene un pie adentro del grupo. Y Microsoft acabará por entrar.

Para sobrevivir, estas megaempresas tienen que conseguir grandes éxitos comerciales, best-sellers de cualquier tipo: cinematográfico, literario o musical.

Un reciente informe de The Economist termina diciendo: "Los éxitos que estos conglomerados mediáticos manufacturan tal vez no puedan calificarse como grandes contribuciones al mundo de la cultura, pero en un negocio del entretenimiento que se alimenta de éxito, estas grandes corporaciones son las que están mejor situadas para crearlos y explotarlos. El éxito comercial y la calidad no tienen por qué ir emparejados, por supuesto.

Más que la calidad artística me preocupa la calidad de la información y de las ideas. Vivimos entre ellas y de ellas.

El oligopolio ideológico puede ser la consecuencia inevitable de un oligopolio empresarial. Parece que, en este asunto, el papel de los intelectuales tendría que ser importante, ya que la figura del intelectual surgió como conciencia crítica ante el poder.

Por desgracia, se ha desprestigiado mucho en el último siglo, porque los intelectuales defendieron toda suerte de causas equivocadas Paul Johnson, en su libro "Intelectuales", llega a una conclusión demoledora: Una de las principales lecciones de nuestro trágico siglo, que ha visto tantos millones de vidas humanas sacrificadas en proyectos para mejorar el destino de la humanidad es: cuidado con los intelectuales. A la desconfianza generalizada que nuestra sociedad siente hacia políticos, financieros, jueces, y medios de comunicación, se une ahora la desconfianza hacia los intelectuales.

No podemos mantenernos indefinidamente en esta situación de incertidumbre. Necesitamos fiarnos de alguien. De alguien que lo merezca, claro.

En su reciente libro "La vida en un clic", Andrew Shapiro afirma que necesitamos intermediarios de la información de los que nos podamos fiar.

Creo que esta sería la primera tarea, humilde e indispensable, del nuevo intelectual. Intentar averiguar lo que sucede, a través de la inundación informativa. Para hacerlo necesita saber muchas cosas, devorar información, seleccionarla, evaluarla, criticarla, y demostrar continuamente su independencia y su fiabilidad. Jugarse su prestigio en cada línea que escribe.

En resumen, tiene que demostrar continuamente su garantía intelectual y su imparcialidad. Para ello, entre otras cosas, tendrá que ponerse a salvo de los grandes poderes, y de las pequeñas pasiones. Por ejemplo, del apresuramiento y de la vanidad.

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