(Quinta parte)
Etiquetas: La sal y pimienta de la vida
Es en esos años precisamente, en esas etapas tempranas de la vida, en las que paulatinamente el niño o la niña a través de los días y de las experiencias compartidas, o muy de repente en un momento específico, se da cuenta de ese algo que le llama la atención, de ese algo que resalta y que puede ser interesante, atractivo, absorbente, repulsivo, molesto, amenazante o raro como comúnmente lo denominamos después en otras etapas de la vida más tardías. Y ese algo, generalmente pertenece a un alguien, forma parte del rostro o del cuerpo de otro niño u otra niña, de otra persona que genera el interés y la curiosidad de los demás, al presentar ese algo que sobresale en el contexto, y que da alguna forma lo hace diferente a los demás en una medida superlativa, que inclusive pueda parecerles incómoda a unos y a otros.
La diferencia que marca a ese individuo y lo hace resaltar dentro de un grupo, en ocasiones hasta el punto de la marginación y la expulsión, tiende a convertirse en un mote, un apodo, una etiqueta que puede ser graciosa, ingeniosa, agresiva, peyorativa, dolorosa, insultante, amenazante o atemorizante, pero que siempre lleva consigo una carga emocional importante. Como tal, no es una carga fácil o agradable las más de las veces para quien la porta, especialmente cuando se puede prolongar en forma indeleble por muchos años y en ciertos casos, hasta para el resto de la vida. Es así como encontramos etiquetas que siguen siendo válidas y presentes desde los compañeros de la primaria, pasando por la secundaria, la prepa y aún en la universidad o en la etapa de adultos. Se trata de motes mucho más frecuentes entre los varones, que entre las mujeres.
Desde hace muchos años, las investigaciones efectuadas en recién nacidos o en bebés a temprana edad, han detectado la fascinación que éstos parecen sentir desde el inicio de la vida por el rostro humano. Uno de estos investigadores, el psicoanalista suizo René Spitz, quien inclusive visitó México y desarrolló algunos de sus estudios en instituciones para huérfanos en nuestro país, fue uno de los pioneros en el estudio de tales fenómenos. En uno de sus ingeniosos estudios con bebés, él se dio cuenta de la enorme curiosidad que su rostro despertaba en ellos al acercarse, puesto que buscaban tocarle y manipular su nariz, sus pómulos, y las cuencas de sus ojos, muy parecido a lo que sucede con los bebés al estar siendo amamantados por sus padres, que precisamente les llama la atención los rasgos de su rostro. Curiosamente, estos bebés del experimento de Spitz, lloraban y lo rechazaban o se volteaban hacia otra parte desinteresados, cuando lo que les presentaba en lugar de su rostro era una máscara plana blanca. Eso lo hizo deducir el cómo las ondulaciones y los entrantes y salientes que presenta el rostro humano, son precisamente los rasgos que son atractivos para la curiosidad y la manipulación exploradora del bebé, a una edad tan temprana.
Esa curiosidad y atracción por el rostro humano, y por los rasgos que lo conforman, parece ser una característica que mantenemos a lo largo de la vida. Es así como a través de las diferentes etapas del desarrollo por las que transitamos, tendemos a fijarnos en los rostros y en los cuerpos de las demás personas, a observarlos y explorarlos a distancia, registrando el equilibrio y la armonía que mantenga el conjunto, o las diferencias demasiado marcadas que salen por completo del contexto, que resaltan de un modo abrumador y por ende nos llaman la atención. Lo notamos en la vida real, común y cotidiana, lo notamos en las fotografías, en las pinturas que nos presentan retratos de personas de todos los tiempos y en los mismos encuadres de las películas, que el director o el camarógrafo eligen presentarnos para señalar o enfatizar sus puntos o emociones dentro de la historia. Tales conjuntos pueden provocar nuestra curiosidad, admiración, fascinación o gusto por un lado, pero también la risa, la ansiedad o el disgusto por el otro, cuando se pierde la armonía del contexto y aquellos rasgos son exagerados o inclusive llegan hasta el punto de lo grotesco y lo ridículo.
La frescura, espontaneidad y naturalidad de los niños y niñas, asociados a ese espíritu investigador, curioso e inquisitivo, características básicas de los primeros años de vida, cuando todavía son vírgenes de la influencia de la televisión y de ciertos estilos educativos dependientes de las modas y los patrones culturales, se pueden perder y desaparecer por completo en los adolescentes y los adultos. Son esas características iniciales, las que los ayudan e impulsan a notar con mayor agudeza las diferencias de ese tipo de conjuntos, especialmente cuando no armonizan y los salientes son demasiado marcados, según lo determinan con los medios de observación a su alcance. (Continuará).