A raíz de la decisión de la Suprema Corte de Justicia, que resolvió las controversias constitucionales mediante las cuales se impugnaron las reformas en materia indigenista, la Comisión Episcopal de Pastoral Social emitió un comunicado en el que sostiene que: “No es posible seguir viviendo en un México dividido por el racismo y la discriminación”, puntualizando también que: “Los pueblos indios merecen con justicia un reconocimiento a sus culturas y a su autonomía”.
A ese respeto, es conveniente señalar que nuestro país no se encuentra dividido por el racismo, pues coexisten en él multiplicidad de culturas, ideologías, religiones y formas de pensamiento y no por ello, quienes las profesan, son combatidos ni perseguidos, pues si algo se ha incrementado notablemente es el respeto al derecho de los individuos a conducirse como mejor les plazca, siempre y cuando al hacerlo no transgredan las leyes.
Cosa muy distinta es que quienes esperaban una resolución de la Suprema Corte que declarara inconstitucionales las reformas que se introdujeron a la Carta Magna en materia indigenista, se hayan sorprendido con el fallo emitido por ella, pues de ahí no se puede desprender un divisionismo marcado por el racismo o la discriminación. Porque éstos son fenómenos que socavan gravemente el tejido social y terminan por enfrentar a hermanos contra hermanos, lo que no sucede en México.
Pero además, una cosa es “reconocer” y preservar las culturas indígenas y otra otorgarles autonomía. Porque lo primero se hace con singular esmero, toda vez que es la nuestra una nación orgullosa de sus raíces, pero lo segundo no hay consenso, pues equivaldría a admitir un estado dentro de otro, en razón de que algunas de las costumbres indígenas están reñidas irremediablemente con las leyes vigentes y los derechos humanos, como sucede en el caso de la igualdad entre el hombre y la mujer que prácticamente no existe entre esas culturas, de lo cuál parecen no percatarse los defensores acérrimos de los pueblos indios.