Todos tenemos un ser interior, que habita dentro de nosotros, pero que desconocemos. Hasta ahora es invisible. Es el niño eterno que vive dentro de nosotros. Cuando somos como niños sin edad, nos comportamos como sinónimos del mismo cielo, de la misma eternidad, donde no hay principios ni finales. Si sabemos descubrir a nuestro niño eterno sabremos mirar con amor a nuestra vida y al mundo que nos rodea. Tendremos acceso al amor. La plenitud del niño se evidencia en la paz, en el amor, en el no juzgar, y en el respetar. El vacío del adulto se refleja en el miedo, la autoridad, los prejuicios, y las luchas. La iluminación se puede considerar como el proceso de recordar que en el corazón de un niño hay pureza, y que este amor puro y divino, es el billete de entrada el reino de los cielos. Decía el filósofo Heráclito: “El hombre está más cerca de sí mismo cuando alcanza la seriedad y la serenidad de los niños que juegan”.