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Nuevo dos de octubre/Plaza Pública

Miguel Angel Granados Chapa

Treinta y cuatro años después de la matanza de Tlatelolco, este dos de octubre muestra una transformación sustancial en la caracterización de ese acontecimiento: pasó de ser hazaña patriótica, como quiso pintarla su autor, Gustavo Díaz Ordaz, a materia susceptible de ser abordada por el ministerio público, un presunto crimen objeto del derecho penal.

Esa victoria cultural y política fue labrada por algunos miembros del Consejo Nacional de Huelga de 1968. No han cejado en su propósito de establecer la verdad histórica y de hacer castigar a los responsables de aquélla y otras matanzas, que en su opinión se realizaron con tal regularidad que constituyen el delito de genocidio. En pos de ese objetivo, obtuvieron en enero que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenara a la Procuraduría General de la República investigar la matanza del dos de octubre, a lo que el ministerio público se había negado. Su alegato de que los eventuales delitos cometidos entonces prescribieron ya, fue contradicho por el máximo tribunal con el sano razonamiento de que a ese extremo sólo puede llegarse después y no antes de la averiguación previa correspondiente.

La hasta entonces renuente PGR encargó de la averiguación a la Fiscalía especial creada con motivo de un severo informe sobre desaparecidos políticos formulado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos. El acuerdo que la creó, el 27 de noviembre del año pasado, la autorizó a realizar averiguaciones previas de hechos “probablemente constitutivos de delitos federales, cometidos directa o indirectamente por servidores públicos, contra personas vinculadas con movimientos sociales y políticos, así como de perseguir los delitos que resulten ante los tribunales competentes...” Aunque la denominación original de la Fiscalía fue mellada para no insistir en que se trata de indagar las conductas de servidores públicos, y ahora se llama de un modo que más parece una oficina de investigaciones académicas (“para movimientos sociales y políticos del pasado” es su actual nombre), la Fiscalía ha realizado diligencias espectaculares. Hasta ahora han sido notables más por su apariencia que por la sustancia que aportaron a las averiguaciones. Pero el hecho de hacer comparecer ante el ministerio público a un ex presidente de la República y otros antiguos altos funcionarios de la Federación, relacionados con las matanzas de 1968 y 1971, es una clara señal de que el derecho puede alcanzar aun a quienes siempre fueron inalcanzables. Obviamente no se ha hecho justicia con sólo sentarlos en un banquillo que ni siquiera es de los acusados. Pero la indagación está en curso, y la negativa de los citados a declarar no los exime de las responsabilidades que eventualmente se erijan en su contra.

El activismo de la Fiscalía condujo a su titular Ignacio Carrillo Prieto a trabajar simultáneamente las dos vertientes de su tarea: la derivada del acuerdo que la creó, que es de alcance muy general, y la específica surgida de la resolución de la Corte sobre el dos de octubre. De allí que, en torno a aquella primera porción, la Fiscalía haya abierto en mayo una oficina en Acapulco, para concentrar su atención en los desaparecidos en Guerrero, que fueron legión en los años setenta.

Por una rara coincidencia, no mucho después de esa manifiesta señal de interés por lo ocurrido entonces en aquella entidad, el jueves pasado un juez militar emitió una orden de aprehensión contra dos generales del Ejército por la presunta comisión de ¡143 homicidios! en Guerrero, en aquella época. Y al día siguiente, el procurador general de justicia militar, Jaime Antonio López Portillo Robles Gil explicó que el proceso respectivo se llevaría enteramente dentro de la jurisdicción castrense, en que un consejo de guerra juzgaría a los acusados.

No fue necesario, en los hechos, cumplir las órdenes de aprehensión, porque los sujetos de los mandamientos judiciales estaban ya presos. Lo están desde agosto de 2000, acusados entonces de delitos contra la salud, pues se les supone culpables de mantener nexos con el cártel de Juárez, cuyo capitán Amado Carrillo era también jefe del jefe de jefes, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, quien de responsable de luchar contra las drogas pasó a ser procesado por patrocinarlas. Se trata de los también generales Mario Arturo Acosta Chaparro y Francisco Quirós Hermosillo, a los que otro consejo de guerra sentenciará en estos días por aquellos delitos.

Desde mucho antes de su detención ambos, especialmente el primero, habían sido señalados por la sevicia con que cumplieron las encomiendas de sus superiores durante la guerra sucia, de la que emergieron prósperos, galardonados y ascendidos y en trance de aplicar su rudeza a oficios semejantes: Acosta Chaparro fue jefe de policía en Veracruz y en el propio Guerrero de sus andanzas letales. Denunciados formalmente cuando fueron detenidos, por los delitos en que incurrieron en los setenta, no parecía posible que se les enjuiciara por esos hechos. Sólo hasta que la Fiscalía posó su interés en aquel estado se movilizó el ministerio público militar para llevar adelante una averiguación que la PGR adelantó al margen de la Fiscalía a cuya competencia corresponden esos acontecimientos.

Además de asesinar a decenas de personas, según la acusación del propio Ejército, los generales ahora presos se ocuparon de arrojar al mar los cadáveres de sus víctimas. Quien juzgue esas atrocidades será determinante del desenlace.

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