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Octubre denso

Sergio Aguayo Quezada

El octubre que termina fue particularmente intenso y mientras transcurría fue soltando claves que orientan sobre el rumbo de una transición política que está lejos de haber terminado. Esos datos permiten hacer un balance que ubique el nuevo acomodo que tienen las piezas y, por ese camino, reflexionar sobre posibles desenlaces. Los referentes serán una entrevista, una rebelión y un reglamento.

El 15 del mencionado octubre, el diario español El País publicó una entrevista que su corresponsal, Juan Jesús Aznárez, le hiciera al presidente Vicente Fox. Es un texto plano que se salva por una frase que, lógicamente, sirvió de cabeza a la nota: el jefe del ejecutivo aseguró que “la transición política en México está ya terminada” y que lo obtenido es exitoso. La afirmación salió de la nada y a ella regresó para diluirse en el purgatorio de las ideas inconclusas. Por ningún lado apareció esa mínima contextualización histórica que le da sentido al pensamiento. Por ejemplo, no hay mención a que no hay ni siquiera consenso sobre el momento en que se originó el quiebre con el autoritarismo. Podría ser el movimiento estudiantil de 1968, la huelga nacional de los médicos (1964-1965), la oleada de victorias en municipios del norte que se dieron durante la breve primavera democratizadora de 1983-84, o las épicas jornadas del Frente Democrático Nacional en 1988.

La contundencia de lo declarado por el presidente Fox pareciera expresar, más bien, el deseo de ahuyentar el pasado y evitar que se deteriore el presente y el futuro. Parte de suponer —lo que es compartido por un sector de académicos y analistas— que la transición terminó porque en julio del 2000 hubo elecciones confiables que llevaron a una alternancia en Los Pinos. Independientemente de consideraciones sobre la historia de las ideas, es difícil pasar por alto la tesis foxista porque ésta apareció rodeada de hechos que ponen en duda el optimista escenario presidencial.

Dos estudiosos de las transformaciones que llevaron a América Latina del autoritarismo a la democracia liberal, Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, han definido a la transición como “el intervalo entre un régimen político y otro... delimitado, por un lado, por el lanzamiento de un proceso de disolución de un régimen autoritario y, por otro lado, por la instalación de alguna forma de democracia o el regreso a alguna forma de gobierno autoritario”. Planteadas así las cosas, sostengo que nos encontramos en algún lugar entre los dos puntos y que el desenlace todavía es incierto y lejano. Tenemos elecciones federales confiables, es cierto, pero no se ha consolidada la democracia ni puede desecharse una reversión o una perversión.

Como primer apoyo argumentativo estaría la rebelión de gobernadores priistas y perredistas. Algunas de sus exigencias al Gobierno federal entusiasman (pienso sobre todo en la transparencia pedida a la secretaría de Hacienda). Sin embargo, el aplauso se congela cuando 1se entera uno de lo que pasa en las anquilosadas dependencias de algunos de esos gobernadores. Estamos ante trincheras de los viejos modos. No pienso solamente en los casos paradigmáticamente dinosáuricos (Estado de México u Oaxaca). En Tlaxcala y Nayarit hay gobernadores que llegaron con las siglas del PAN y el PRD pero han mantenido o restaurado el autoritarismo. Hay una fractura del centralismo que se manifiesta en una competencia por el poder entre el gobierno central y los gobiernos “periféricos” (estatales o municipales). Esta “feudalización” ha llevado a que uno de los estudiosos de la transición mexicana, Wayne Cornelius, vea el fenómeno como uno de los obstáculos más serios a la transición porque pospondrá o impedirá las indispensables reformas.

Se trata de una expresión de la capacidad de supervivencia que han tenido las peores herencias de la cultura autoritaria. Entre ellas, el cinismo, la incompetencia, la corrupción y la simulación. Cuando uno se acerca al México político real, sorprende la fuerza que todavía tienen esas formas de practicar la política. Lo más grave es la enorme capacidad que tienen para seducir a los recién llegados. Es triste ver a cuadros veteranos de la sociedad civil que al poco tiempo de ocupar un cargo se comportan como aquéllos que combatieron. Es lamentable ver cómo, en esta época preelectoral, florece el fetichismo por el cargo y la candidatura. Hay un frenesí para ocupar cargos. Algunos lo hacen por el salario, otros porque piensan, equivocadamente, que la jerarquía trae aparejada la autoridad (la primera viene cuando se es nombrado para un cargo, la segunda es la que delegan los demás en quien ocupa un puesto de responsabilidad).

Por otro lado, el reglamento de radio y televisión que nos impuso el Ejecutivo está permitiendo ver una privatización del autoritarismo. Si antes censuraban desde la secretaría de Gobernación, ahora lo hacen desde la dirección de la empresa. He reunido testimonios absolutamente confiables de que algunos concesionarios han prohibido explícitamente a los conductores de sus programas noticiosos el abordar el asunto de la derogación del 12.5 por ciento del tiempo. Esta censura privada muestra también se posibilita porque los periodistas no tienen cómo defenderse y porque el gobierno del cambio es incapaz de garantizar el derecho a la información y a la libertad de expresión. Sin reglas e instituciones que garanticen estos derechos, difícilmente podrá afianzarse la democracia. Esta fragilidad institucional es igualmente obvia en organismos públicos de derechos humanos que no cumplen con la función para la que fueron creados por haber sido secuestrados y mediatizados.

La supervivencia de la cultura autoritaria y la privatización del poder estatal pueden desembocar en una democracia pervertida. Un caso paradigmático es el de Italia, donde un propietario de medios de comunicación los utilizó para hacerse del poder político. Ya hay indicios de que en México está gestándose una nueva generación de políticos convencidos de que, para llegar a Los Pinos, basta con tener dinero y el respaldo de los medios electrónicos. En este terreno hay que recordar que una transición rompe los controles previos lo que posibilita lo inédito. Lo que para algunos es incertidumbre para otros termina siendo una oportunidad.

Por estas y otras razones considero prematura la afirmación presidencial de que terminó exitosamente la transición. De ninguna manera pienso que el desenlace será negativo. Gretchen Casper estudió 24 países que iniciaron transiciones entre 1973 y 1993. Algunos fracasaron, pero otros las concluyeron satisfactoriamente. Entre sus conclusiones está que los que tienen más probabilidades de consolidarla son aquellos países que siguen el camino de la negociación intensa, tienen un régimen de partido único y experimentan una transición más larga (“Los beneficios de las transiciones difíciles” , en Reynaldo Ortega, Caminos a la democracia, El Colegio de México, 2001).

Eso está pasando actualmente en México. Sin embargo, las distorsiones son posibles si no se combate con mayor eficacia la cultura autoritaria en todas sus expresiones y manifestaciones, si no se reforman o fundan instituciones que vayan creando las reglas propias de una sociedad democrática. Seguimos navegando en el pantano de la incertidumbre sin estar seguros de que ya cruzamos el parteaguas que hará definitiva e irreversible la democracia. Ponerle fecha al tránsito es igualmente estéril. Lo único cierto es que la jornada está lejos de haber terminado y para confirmarlo están los acontecimientos de ese octubre particularmente denso.

Comentarios: Fax (5) 683 93 75; e-mail: sergioaguayo@infosel.net.mx

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