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Opacidad triunfante

Miguel Ángel Granados Chapa

En un solo día, el Presidente Fox asestó dos golpes a la transparencia de la acción gubernamental. Por un lado, forzó al Senado a manifestarse sobre los comisionados del naciente Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAIP), sin permitirles estudiar la información que le demandaron ante sus omisiones. Y puso en ridículo a quienes durante año y medio debatieron en una mesa de discusiones sobre nueva normatividad en radio y televisión, convocados por la Secretaría de Gobernación: sin que allí se hubiera llegado a conclusiones, emitió un reglamento nuevo, que satisface el interés de los radiodifusores pero no se ocupa sino mínima y retóricamente, de los usuarios de los medios electrónicos.

De cada uno de esos pasos hacia atrás deberemos ocuparnos con detenimiento. Hoy sólo nos aproximamos a su significado general. En el primer caso, el Ejecutivo frustró, no sin colaboración del Senado, la posibilidad de que las decisiones fundatorias del acceso a la información —de cuya ley se ufanó de nuevo y sin razón el Presidente Fox ayer mismo— resultaran de la colaboración entre poderes. Lo más conveniente para regir el IFAIP hubiera sido que la Cámara de Diputados nombrara a los comisionados, como hace con los consejeros electorales federales, pues la pluralidad en la fuente de las designaciones asegura la independencia de los elegidos. Así lo propuso el Grupo Oaxaca, que tan eficazmente roturó el terreno para que el parecer de la sociedad civil tuviera un lugar en la legislación correspondiente. Pero en defensa implícita de la opacidad, contrario a la transparencia, el proyecto presidencial reservó a la sola voluntad del Ejecutivo la capacidad de integrar el órgano de gobierno de aquel Instituto. Apenas se admitió un matiz tibiamente parlamentario: que el Senado contara con la posibilidad de objetar los nombramientos en un plazo de treinta días, al cabo de los cuáles su silencio convalidaría las designaciones.

El Presidente nombró a los comisionados y dio cuenta de ello a la Cámara de Senadores el 12 de septiembre, al filo del incumplimiento, cuando faltaban dos horas para que se extinguiera el término legal. La comunicación y aun los nombramientos mismos, padecieron deficiencias. El Senado no reaccionó oportunamente, como si ignorara su nueva atribución o sus líderes hubieran convenido no ejercerla. Sólo hasta que algunos de sus miembros, señaladamente Javier Corral, instaron a ocuparse del asunto, se solicitó la información que permitiera a esa Cámara cumplir adecuadamente su facultad. Con candor iluso, el Senado comunicó a la Presidencia, al demandar la documentación de que el martes carecía, que al recibirla ejercería su atribución.

Es de suponerse que ese acuerdo senatorial fue recibido en Los Pinos. Y la pachorra que durante más de 25 días había impedido explicar a los senadores quiénes eran los comisionados y la razón de su nombramiento, se convirtió en celeridad, al grado de que antes de 48 horas la Junta de Coordinación Política, de la que se esperaba montara un procedimiento que incluyera audiencias con los nombrados, resolvió el tema de modo expedito. Sin discusión, sin explicación pública de su proceder, el Senado objetó a uno de los cinco comisionados y dejó que se consolidara el nombramiento de los cuatro restantes. El instituto de la transparencia informativa será regido por personas de quienes el público sabe muy poco o nada, pues el Presidente y el Senado negaron a la sociedad toda justificación. Es peor, de mayor trascendencia, revelador de un temperamento autoritario, el giro intempestivo (no inesperado después de las insinuaciones que la víspera deslizó el secretario Santiago Creel) de la legislación aplicable a la radio y la televisión. En una edición vespertina del Diario Oficial, como si se resolviera de ese modo una cuestión de urgencia premiosa, se publicaron ayer dos decisiones del Presidente de la República que él mismo anunció ante los concesionarios de los medios electrónicos. Fue emitido un nuevo reglamento de la ley referida y se eliminó casi por completo el pago en especie de un impuesto especial, mediante el cuál el Estado estaba en situación formal de disponer del 12.5 por ciento del tiempo total de transmisiones. Ahora esa obligación se cumplirá con sólo 18 minutos al día en la televisión y 35 minutos en la radio.

Examinaremos después los antecedentes de esas determinaciones, lo que permitirá comprender a cabalidad su alcance y consecuencias. Lo que ahora importa subrayar es el carácter artero de las medidas, que dejan en entredicho, o desautorizan por completo el procedimiento de discusión pública que en esta materia se había instaurado. Partidos políticos y asociaciones civiles, académicos y expertos fueron convocados por la Secretaría de Gobernación a comienzos del año pasado para analizar la legislación sobre medios y conseguir consensos para su reforma. No los ha habido, por la magnitud de las contradicciones halladas entre los intereses generales de la sociedad y los particulares de los concesionarios.

Eficaces en su gestión política, los radiodifusores hicieron que el Presidente eligiera la vía corta de la reglamentación, emitida además por sorpresa, cuyos contenidos eran ignorados hasta por miembros de la administración a los que concierne. Ya en 1960 el gobierno legisló a través de la Cámara (no la de diputados, ni la de senadores, sino la de la industria). Y 42 años después el gobierno del cambio hace lo mismo.

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