Se puede viajar por la mayor parte de Estados Unidos y comer en todo tipo de restaurantes sin abandonar el parámetro de acción de los cocineros mexicanos. No importa que uno coma hamburguesas, pastas italianas o sushis, lo más probable es que se trate de alimentos cocinados por un poblano o un zacatecano. Incluso en comederos chinos los “garroteros” que limpian mesas se parecen mucho más a Toledo, el extraordinario pintor oaxaqueño, que a Bruce Lee. En Las Vegas o en San Francisco, en Denver o en Atlanta uno puede enredarse en una discusión con el mesero anglosajón, pero siempre tendrá a la mano la complicidad del garrotero mexicano para hacerse entender o para procurarse un remedo de chiles jalapeños.
El flujo de emigración de nuestra fuerza de trabajo no ha disminuido en las últimas décadas. Pero en los últimos años han presentado rasgos nuevos. Vale la pena detenerse en ellos.
Braceros del TEC
Por un lado, a la tradicional ola de emigrantes de escasos ingresos que cruzan la frontera ha comenzado a sumarse un número creciente de mexicanos de ingresos medios y altos que lo hacen por vía aérea e incluso en clase premier. Son profesionales y empresarios con estudios universitarios que huyen del país por la inseguridad o simplemente por la atracción que ejerce el mercado laboral norteamericano. Un número reciente de The Economist, la prestigiosa revista inglesa, analiza con preocupación el daño que esta continua sangría de personal calificado pueda estar provocando en nuestras sociedades. Sus conclusiones son terribles.
Según Agustín Escobar, un investigador del Ciesas, treinta por ciento de los mexicanos que poseen un doctorado terminan trabajando en Estados Unidos. Es incalculable el costo social y económico que representa el hecho de que la tercera parte de nuestras élites científicas e intelectuales acaben haciendo un aporte al país vecino y no al nuestro. México hizo una inversión en la “producción física” de todos estos cuadros: la generación anterior trabajó para producir los servicios y los bienes que requirió el crecimiento y la formación de estos profesionales desde su parto hasta el día que en emigraron. Hay una inversión social que se traslada al exterior. Toda sociedad debe transferir recursos de la población activa a la población dependiente, con el fin de generar la población activa del futuro. Pero cuando ésta se traslada al exterior, en la práctica se está subsidiando a la sociedad receptora porque ésta (Estados Unidos en este caso) recibe individuos en edad productiva que no “le costaron”. ¿Cuál es el porcentaje del PIB o de los impuestos que representa el costo social de “producir” 12 millones de mexicanos que dedican su energía a otra economía? Por más pobre que sea la calidad de nuestros servicios, el costo en educación, electrificación, salud, obra pública, etc., que requirió esta población es inconmensurable. Además, la emigración provoca que menos personas queden atrás para hacerse cargo de los viejos y los niños.
Y si abordamos el caso de la “crema y nata” profesional el costo es aún mayor. En todas las sociedades hay genios, personas con IQ elevados, talentos extraordinarios. Por desgracia son una minoría. Constituyen la feliz coincidencia de la genética, del azar, de la exposición a estímulos y a oportunidades. No es fácil aislar los factores que propician un empresario genial, un científico de alto rendimiento o un profesional extraordinariamente talentoso. Lo que sabemos es que se requieren cientos de colegas para obtener un tipo genial. A su vez, se requieren varios cientos de estudiantes para encontrar un investigador de buen nivel. En resumen, se necesitan millones de mexicanos para que surjan algunos miles de cuadros de alto rendimiento. Cuando emigran esas miles de personas lo que en realidad estamos perdiendo es la “producción” de cerebros que corresponde a una población de millones de mexicanos. Por eso el daño es altísimo. El mayor costo no estriba en perder lo que como sociedad invertimos en ellos, sino en dejar de recibir el potencial de lo que esos talentos pudieron hacer por el presente y por el futuro.
Las sociedades en desarrollo como la nuestra en que la nata intelectual y profesional es “ordeñada” pierden un potencial incalculable de beneficios. Detrás de la polémica sobre el efecto que tuvo la revolución castrista en la sociedad cubana, al margen de si fue “buena o mala”, la pérdida casi de cuajo de la mayor parte de sus cuadros profesionales, empresarios, artistas, científicos, etcétera, significó una tragedia histórica de efectos brutales. Es un fenómeno que, por goteo, han comenzado a experimentar países como México, India y Argentina.
Lo peor del caso es que los sectores ilustrados y de altos ingresos que emigran a Estados Unidos no suelen tener la generosidad que caracteriza al bracero tradicional. Los doctores y los ingenieros en electrónica no envían dinero a casa en la proporción en que lo hacen los meseros originarios de Puebla y Oaxaca. Por así decirlo, los sectores “humildes” terminan en buena medida compensando su “costo de producción”. No es el caso de los profesionales que buscan integrarse a la sociedad multirracial norteamericana.
Desde luego un profesionista o un científico está en su derecho de buscar las mejores oportunidades para su desarrollo, así sea en el extranjero. Pero la suma de estas decisiones individuales correctas se está convirtiendo en un fenómeno social deplorable para el país. Una cosa es que Estados Unidos le dé ocupación a los miles de campesinos que nuestra economía ha expulsado (lo cual hemos terminado por aceptar) y otra que se quede con los cuadros profesionales que el país necesita. ¿Qué podríamos hacer a ese respecto?
(jzepeda52@aol.com)