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Otras caras para México/Las laguneras opinan

María Asunción del Río

La penosa impresión, primero auditiva, luego gráfica, después visual, que me causó el diputado “cachondo”, según su propia denominación, en las imágenes que se han divulgado a lo largo y ancho del país, me lleva a confirmar lo que decía mi abuela: “Nadie sabe lo que gana cuando pierde la vergüenza”. De ser un individuo casi desconocido a nivel político, a no ser por sus exabruptos y sus afirmaciones tan calenturientas que siembran la duda, se convierte de un día para otro en la imagen pública más notable: figura humanoide -cercana en el volumen, aunque muy distante en su simpatía a los personajes de Fernando Botero– que exhibe en mínima parte de la mole desnuda el escudo del que fuera el partido de sus preferencias, por quien cobra y representa a un sector de la población que votó por él.

No entiendo a esos periodistas que, en su afán por atrapar al lector, al televidente o al radioescucha, ignoran sistemáticamente lo bueno, lo agradable, lo interesante, lo creativo y lo valioso que ocurre diariamente en México, para concentrarse en la maldad, los equívocos, las trampas, las promesas incumplidas, los errores nuevos y viejos, o en imágenes y situaciones sórdidas, que ofenden a quien los lee, ve o escucha y le dejan la impresión de que vive en un estercolero material y moral, digno de exhibirse como si se tratara de un país enemigo y no del nuestro.

Hace días tuve la suerte de presenciar por televisión un encuentro entre comunicadores de prestigio que, por una parte, protestaban por las agresiones del gobierno foxista al trabajo de su gremio, pero por otra aceptaban maduramente la existencia creciente de un periodismo irresponsable, centrado en la nota roja o amarilla, que descuida la investigación concienzuda, la objetividad y la probidad a la que sus miembros están obligados de oficio. Claro que esta aceptación de la culpa y este llamado a la responsabilidad del informante no procedía de quienes se complacen lavando la ropa sucia a ocho columnas y en red nacional e internacional, sin importar que las notas vayan cargadas de chismes y descargadas de certezas; por el contrario, procedía de personas tan serias como Lorenzo Meyer, quien, libre de culpa, se atreve a ventilar el pecado. Creo que con la comunicación periodística nos están pasando varias cosas: nos dieron la mano y tomamos el pie, en el sentido de que la famosa libertad de expresión se convirtió en un libertinaje tan sin límites, que permite informar, decir y hacer lo que cada reportero, comentarista o noticiero desee, sin otro objetivo que explotar el morbo y provocar la indignación del público. No hay fronteras entre la verdad y la mentira, entre el buen gusto y la vulgaridad, entre la crítica con intención de construir y la rapiña que sólo se sacia cuando la destrucción de la persona, proyecto o idea es total. Y, lógicamente, quienes más pierden en este juego son las instituciones que nos representan. No creo que haya muchas naciones donde un Presidente de la República sea tan impunemente agredido por los medios de comunicación, como en la nuestra. No importa su nombre, su filiación partidista o su familia, sino la Institución que representa: cabeza de la Nación, dignidad del pueblo, soy yo, eres tú, somos todos. La libertad de quien se expresa pierde de vista el respeto que le debemos a México. He visto reportajes tan escandalosos, que no sólo exhiben los males de nuestra patria, sino que nos dejan con la convicción de que no hay manera de acabar con ellos. Pienso que una mexicanidad alimentada con el pan nuestro de cada día de radio y televisión, no podrá significar nada digno para las generaciones que no han conocido otros tiempos.

No quiero cuentos de hadas ni maquillaje que pinte de blanco una realidad que es oscura. Sé que el presente está lleno de problemas enormes que requieren solución; sé que nadie tiene derecho a reclamar bellezas cuando la gente se muere de hambre o de frío, desesperada por la falta de trabajo y oportunidades, víctima de la enfermedad y el desamor, desprovista de las esperanzas que sólo proporciona una buena educación y una vida decente. ¿Quién, en su sano juicio, puede ignorarlo?

Lo que quiero es que esa selectividad hacia lo negativo se abra también hacia lo positivo. Nuestro país, por ejemplo, acoge con calor al visitante que trae divisas y lleva información para que otros vengan. ¿Cómo vamos a vender –a propios y a extraños– una imagen atractiva de este México que nos fue dado con tanta maravilla natural, que hemos hecho crecer histórica y culturalmente, si cuatro quintas partes del anuncio se las lleva el recuento de sus caras malas: la poca confiabilidad, la inseguridad, el desacato a las leyes, la insalubridad, la contaminación, los abusos, las carencias, los mil peligros listos para asaltarnos en cada esquina? Resulta curioso que sean los extranjeros que nos visitan (cada vez menos, por cierto) quienes hacen la mejor propaganda a nuestros valores, en tanto que nosotros parecemos empeñados en alejar a cualquiera, esperando incluso la menor oportunidad para escapar de una realidad a todas luces hostil y poco gratificante. Cada vez es más frecuente escuchar a niños y jóvenes que quisieran no ser mexicanos.

Tampoco sé qué le pasa al Gobierno, que tolera todo, acepta todo, sufre estoica o tontamente los embates que vienen de todos los flancos visibles e invisibles: no sé si sea por el afán de congraciarse con la ciudadanía (la que votó y la que no lo hizo), o la falta de capacidad para gobernar, o una paciencia franciscana para ganar la vida eterna, o tal vez un exceso de “pantalones” para demostrar que, para quien los tiene, el aguante no tiene límites. Pero sea lo que sea, todos llevamos las de perder. La autoridad máxima se está viendo demasiado lenta para tomar decisiones acertadas y creativas y, sobre todo, para lograr que dichas decisiones se apliquen positivamente. Intuyo que la falta de energía procede a su vez de una falta de seguridad en lo “acertado” de las propuestas y decisiones, porque las que inicialmente se tenían, producto de un trabajo metódico y reflexivo, fueron descartadas irreflexivamente por quienes debían apoyarlas, y ahora que se percibe el error y se exige la reparación, estamos, sin tiempo, en el tiempo de los remiendos y las improvisaciones. Quisiera encomendarlos al Espíritu Santo para que los ilumine, pero el terreno es otro: ojalá la inteligencia de los funcionarios, el juicio claro, el aprendizaje que han adquirido en las prestigiosas aulas que los formaron, la experiencia de sus trabajos anteriores, la dignidad a la que debe conducirlos el puesto que ocupan, la vergüenza personal y familiar, el interés de México entero antes que el de cada uno, los guíe para trabajar en concordia y obtener resultados satisfactorios para bien de todos. No quiero que mi país sea recordado por la cara del “cachondo” en cueros, ni por las canciones de su colega motorizado, ni por la sarta de improperios que un gobernador es capaz de publicar contra su Jefe de gobierno, a quien, por serlo, debe lealtad. Mucho menos por la cara de los maestros que, en lamentable desnudez, protestan, dando a sus discípulos lección tan incongruente como indeleble de mala educación, falta de honor y de razón. No quiero que se nos identifique con el absurdo y falta de patriotismo, sino con el rostro de una Ciudad Universitaria que por medio siglo abrigó a las mejores mentes y los mejores proyectos de investigación, y a la que no podemos dejar que perezca; con una cultura mexicana que nos enorgullece, con un sinnúmero de centros educativos y artísticos que diariamente promueven y generan los bienes incuantificables del saber y del arte; con los millones de personas que se congregan, no para solapar la piratería o fortalecer la protesta, sino para ayudar al hermano caído en desgracia, solidarizarse con la ciudad en ruinas o proclamar su fe inquebrantable en la Guadalupana.

ario@campus.lag.itesm.mx

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