La tensión suscitada en las dos últimas semanas, en las relaciones entre el Presidente de la República y algunos gobernadores de estados de la federación, revelan la urgencia de una reforma estructural de nuestras instituciones.
Lo anterior porque el esquema legal que regula la recaudación de impuestos y la distribución de su importe vigente en nuestro país, como muchas otras cosas han dado de sí, se han agotado y ya no corresponden a la realidad del México actual.
Hace veinticuatro años, el Gobierno de José López Portillo emprendió una reforma fiscal que eliminó la casi totalidad de los impuestos estatales y federales de aquel tiempo e implantó el Impuesto al Valor Agregado al consumo de casi todos los artículos. Puso en manos de la federación el monopolio tanto de la recaudación del IVA como del Impuesto Sobre la Renta y centralizó el reparto de su importe en manos del Ejecutivo federal, en relación a estados y municipios.
Los estados vieron reducidas en forma dramática sus alternativas propias de financiamiento, en tanto que el poder presidencial omnímodo que caracterizó al sistema del Partido de Estado, adquirió nuevos bríos que le permitieron subsistir hasta el fin de Siglo. El presidente era un dispensador de mercedes que utilizaba los recursos del erario en aras del control político a ejercer por el Gobierno en turno, en función de un pacto federal pervertido bajo la regla “como veo doy”.
Los gobernadores obedecían y callaban porque todos ellos sin excepción, debían el poder al mandamás de Los Pinos, sin que nada tuviera qué ver la voluntad del pueblo. Durante todo ese tiempo, hasta la víspera del primero de diciembre del año dos mil, no hubo gobernador priísta que alzara su voz frente al presidente de la República, ni por los intereses de sus gobernados, ni en aras de preservar su propia dignidad. Los gobernadores subían y caían en función única y exclusiva del poder presidencial.
Sin embargo los tiempos han cambiado y hoy, los gobernadores priístas se erigen en paladines de un federalismo tributario trasnochado, seguidos por algunos gobernadores perredistas que de esta suerte les hacen el juego.
En la tesitura referida, los gobernadores de oposición exigen al Presidente la cantidad de cuarenta mil millones de pesos de presuntos recortes a las participaciones de los estados, bajo la amenaza de suspender todo diálogo con el Ejecutivo federal, si en un plazo perentorio no se satisfacen sus demandas y como corolario, rechazan una invitación formal a una cena oficial en la casa presidencial.
El Gobierno por conducto de la secretaría de Hacienda, insiste en que no ha obtenido los resultados recaudatorios previstos en el presupuesto federal y con toda razón aduce que no puede entregar un dinero que no existe porque además, la denominación misma de “presupuesto” implica una hipótesis cuya realización que se traduzca en una recaudación efectiva, depende del pago de los causantes y por tanto es aleatoria.
Sin embargo, equivoca Francisco Gil Díaz en sugerir a los gobernadores la idea de implantar nuevos impuestos, porque el esquema fiscal vigente que es herencia del viejo régimen, en la medida que privilegia a la federación, no deja espacios para establecer nuevas líneas recaudatorias en favor de los otros niveles de Gobierno, ni existe la capacidad de pago de los causantes que permita su funcionamiento efectivo.
Pasado el ex abrupto inicial, el presunto recorte se ha reducido a una tercera parte de la reclamación y entre otras cosas, se concluye que ruptura no ofrece alternativas de solución al problema que nos ocupa.
Por el contrario, la solución requiere reformas legales y constitucionales que no pueden ser hechas por el Presidente de la República en solitario y que hasta ahora, los legisladores de oposición han escatimado.
En efecto, es necesaria una reforma fiscal que incluya la redistribución de facultades recaudatorias a favor de los estados, acompañada de la responsabilidad correlativa.
Junto a una forma distinta de recaudación y distribución de los recursos, corresponde hacer un nuevo diseño de la estructura del los órganos federales y estatales de Gobierno, a fin de resolver la duplicidad de estructuras, planes y funciones que en ambos niveles de Gobierno, ha producido una forma insuficiente e inconclusa de descentralización, que urge llevar a sus últimas consecuencias.