El rasgo definitorio de los legisladores es el habla, de preferencia regida por el pensamiento. Por eso la institución donde actúan se llama parlamento, porque allí se discute, se cruzan ideas, se examinan y elaboran argumentos, se persuade, se disuade, se admite la opinión contraria o se busca que salga avante la propia. Por eso también en la interrupción del combate bélico en pos de un acuerdo de paz se busca parlamentar. Parlar forma parte esencial de la vida pública. Se dirá que se habla ad nauseam, que el espacio social está plagado de ruido. Y tal vez sea verdad, pero es exactamente el caso en que vale más pecar por exceso que por defecto. Por eso preocupa que se perfile una tendencia a silenciar a parlamentarios.
No quiero exagerar. Por supuesto que no digo que se cierna sobre los legisladores una amenaza y mucho menos que como ocurrió a Serapio Rendón y Belisario Domínguez, sus vidas estén en riesgo por decir lo que quieran. Pero es un hecho que en circunstancias cruciales la voz de algunos legisladores encuentra dificultades para hacerse oír.
De tres fuentes procede esa amenaza, cumplida en casos recientes. Una es la de los medios electrónicos. Hace una semana, el jueves 10, los principales noticiarios nocturnos de los dos consorcios televisivos omitieron la protesta de legisladores, panistas incluidos (y sobre todo), que criticaron las medidas de urgencia dadas a conocer aquella tarde. ¿O no era urgente que Bernardo Gómez viviera el éxtasis de su principal logro en el último día de su gestión al frente de la Cámara de la industria de la radio y la televisión y pudiera trazar un ademán de triunfo muy semejante a la célebre señal, de victoria también, lanzada por Humberto Roque?
La segunda fuente de inhibición a las opiniones parlamentarias son sus propios partidos. Precisamente por reconocer el esencial valor de la libertad de expresión parlamentaria, la Constitución prohíbe reconvenir a los diputados y senadores “por las opiniones que manifiesten en el desempeño de sus cargos”. Eso no obstante, el comité nacional del PAN reconvino a la diputada María Teresa Gómez Mont y al senador Javier Corral por sus expresiones contrarias a las inconsultas enmiendas al régimen legal de los medios electrónicos. Aparte la ofensa política de considerar que los legisladores más asidua y eficazmente dedicados al estudio de la legislación de medios son prescindibles cuando de esa materia de trata, se les solicitó discutir el tema (como si todavía hubiera lugar para ello) dentro del partido, para evitar un “desgarramiento de carácter público”. Al utilizar esas palabras, con las que quería justificar la represión, Luis Felipe Bravo Mena dijo en los hechos exactamente lo contrario de lo que su boca decía: “Nadie los ha censurado. Todo mundo ha reconocido su derecho a expresarlas y el respeto a sus opiniones. Pero como institución pública debemos buscar un trabajo que tomando en cuenta nuestra pluralidad...se haga en forma constructiva...”.
Semejante justificación institucional podrían argüir los coordinadores de los grupos parlamentarios, tercera fuente de interferencia a la libertad de expresión legislativa, la más eficaz, la más cotidiana. Nadie negará la pertinencia y aun necesidad de organizar el uso de la tribuna. De lo contrario el trabajo parlamentario se volvería caótico. Si toda gana de hablar fuera satisfecha, el desorden que de ese modo se generara, la estéril prolongación de las sesiones serían contrarios a la eficacia de las tareas políticas y propiamente legislativas de los parlamentarios. Pero tal necesidad de coordinación lleva a sus practicantes a adueñarse de la voz parlamentaria, a instaurar lo que el senador perredista Raymundo Cárdenas ha llamado la coordinarocracia, en una suerte de protesta que es compartida por no pocos legisladores de ambas cámaras.
En una y en otra el orden del día se forma en los órganos de gobierno, como la ley señala y la sana administración del tiempo ordena. Pero esa operación puede convertirse en una aduana, en un retén que frena la expresión parlamentaria. A ese mecanismo se agrega el de los acuerdos en las Juntas de Coordinación Política, donde los líderes ejercen el derecho que en la práctica niegan a sus compañeros. A menudo lo convenido en el cenáculo de los jefes se convierte automáticamente en decisión del pleno.
Téngase como ejemplo el azaroso cumplimiento, a medias, de la novísima facultad senatorial de objetar los nombramientos de comisionados del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública. El martes 8 de octubre se anunciaba en la agenda legislativa una intervención de Javier Corral. Como no es infrecuente que ocurra por la decisión de los coordinadores, ese punto del programa fue omitido. Corral fue invitado a escuchar a los líderes de las fracciones, que prepararon un acuerdo a la postre fallido y no sé si tramposo o ingenuo, pues demandó información a la Presidencia que, si fue remitida, el pleno jamás lo supo.
En vez de eso, la asamblea senatorial conoció dos días después tres propuestas de acuerdo de la Junta de Coordinación Política. Dos de ellas fueron aprobadas y una rechazada. Por qué ocurrió lo uno y lo otro, nadie lo expresó en la tribuna. Se obvió un debate que era muy necesario, en bien de la transparencia, que es la materia prima del ordenamiento que con esas designaciones se echaba a andar.
Puestos a elegir entre la locuacidad, aun vacua, y el silencio omiso, prefiramos la primera.