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PARRAFOS DIVERSOS

Emilio Herrera

La Plaza de Toros de San Pablo era en 1835, uno de los sitios públicos más concurridos por las clases sociales de la Ciudad de México.

Desde los tiempos de la Colonia, el “coso paulino”, como dio en llamársele, era el punto de cita y a la vez el escaparate de los elegantes de entonces. Los virreyes y los altos dignatarios de la Corte, no se desdeñaban de lucir sus airosas casacas, sus caudalosas caídas de encaje y sus pantorrillas ceñidas por deslumbrante liga y enfundadas en la finísima media violeta, marfil o mordorée. Las virreinas y sus señoras de servicio, tal cual marquesa aposentadora de cámara; las beldades palaciegas y las damas dadivosas y coquetas del encumbrado mundo virreinal, hacían derroche de ostentación en los palcos floridos, en los templetes que a menudo se levantaban en la caseta del coso y aun en las simples graderías de donde se miraban emerger, confundidas con la gente pobretona de la clase modesta, los cintilantes arreos, la audaz belleza y las voces y maneras imperiosas de las favoritas en cierne del virrey o de las amigas de los consejeros o privados, que podían dar algo más que simple amistad.

La Plaza de San Pablo tenía, pues, su historia no ya sólo taurina, sino galante. Era entonces, antes de la modificación que sufrió a mediados del siglo XIX, un vasto círculo que podía albergar a doce mil espectadores. Con sus “loggias” de palcos sobre el tendido, con su espacioso anillo circunvalado por una valla de gusto romántico –pilastras torneadas superpuestas en el tablado-; con su columna de piedra en medio del redondel (un prisma exagonal rematado por un asta en la que flameaba flexible gallardete rojo), y con su toro de once, su monte parnaso, su palo ensebado, y sus graciosos, que mantenían una hilaridad chabacana en los intervalos de las suertes, la Plaza de san Pablo era, en 1835, el lucido espejo de la pasión torera, el índice de las vanidades, el reflejo de las vehemencias mundanas y el acabado registro de los dispositivos galantes.

Por entonces don Manuel Becerra, dueño del coso de San Pablo, acababa de hacer venir a México al célebre aeronauta Guillermo Eugenio Robertson, que había realizado emocionantes ascensiones en Europa y en los Estados Unidos. Robertson era inteligente, culto, valeroso y audaz. Era también fino como una dama, sociable y urbanísimo. Su aventajada estampa, la seguridad en sus palabras y actitudes, la gallardía de su porte y los maliciosos halagos que sabía repartir con certero tacto, acabaron por ganar, en su favor y de manera bien anticipada, al público de México.

Después de los arreglos de estilo y de las licencias del Gobierno Consistorial, Robertson anunció su primera ascensión para las once de la mañana del 12 de febrero de 1835. El vuelo debía hacerse, naturalmente, en San Pablo.

Desde las nueve viose henchido de espectadores el célebre coso. En medio de la plaza bamboleaba ya, a medio inflar, el esferoide de tafeta que había de elevarse por la sutil atmósfera de nuestro valle.

Cerca de las once lanzáronse varios globos pequeños de exploración, para reconocer el rumbo del viento. Y a la hora anunciada, Robertson se instaló en la barquilla del aeróstato; una barquilla romántica, en forma de nave, con cables interpolados con guirnaldas florecidas. Después de dar la orden de desatar las amarras y de vitorear por última vez al excelentísimo señor don Manuel Barragán, presidente de la República, el bravo Eugenio, una mano sobre el cable y la otra en el corazón, dejó ver una pálida sonrisa de circunstancias que se fue perdiendo poco a poco al elevarse el flamante esferoide.

La lima de Vulcano, célebre periódico de la época, rindiendo homenaje a la fraseología de entonces comentaba así la memorable Ascensión:

¡Cuántas y cuán vivas las emociones de ternura y de placer al contemplar lo grandioso y patético de aquel acto! Las almas sensibles eran agitadas por la suerte del hombre intrépido que así penetraba en el aire inconstante; y los espíritu ilustrados hallaban un deleite suavísimo al observar tranquilo las inmutables leyes de la Naturaleza... ¡Robertson, pues, se ha hecho digno de nuestros elogios y es la eterna remembranza de México!... Desde el momento que se perdió de vista (jueves 12) hasta hoy, 14 de febrero, todas habían sido vanas conjeturas y noticias sin fundamento sobre la suerte del aeronauta, que, en efecto, era ignorada... Pero, al fin, el hombre se halla dentro de la ciudad, de nuestra ciudad, testigo de su talento e impavidez. Su viaje aéreo fue tan rápido que atravesó veintidós leguas en menos de dos horas, pues a la una y media de ayer posó sobre un árbol a inmediaciones de Chalma. Allí necesitó de auxilios para su regreso, y hoy ha sido cumplimentado, según su mérito por S E. el presidente de la República, por las personas más visibles y por el público todo que lo aprecia...”.

ESPEJOS ANTIGUOS por ENRIQUE FERNÁNDEZ LEDESMA. LETRAS MEXICANAS. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA. PRIMERA EDICIÓN 1968.

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