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Pequeñeces/Ejemplo

Emilio Herrera

Tuve la fortuna de conocer a un hombre, lagunero por adopción, que de sus utilidades anuales separaba un porcentaje equis para sus caridades. El día dos de cada enero personalmente iba a entregar una serie de sus cheques a ciertas obras asistenciales de Torreón que contaban con su simpatía, y el resto lo iba donando durante el año para ayudar a resolver necesidades urgentes o de quienes se le acercaban a pedir ayuda.

Cuando alguna vez algún curioso le preguntó el porqué de su generosidad, sencillamente le contestó que, porque creía que era una manera de pagar a Dios el haberle elegido para poder hacer, por su intermedio, aquellas dádivas, sacándolo del grupo que destinó a recibirlas.

Y es que hay quienes que, cuando comienzan a enriquecerse le dan a diario gracias a Dios por ello, cualquiera que cada quien crea que es el suyo. Pero, según pasa el tiempo, se olvidan de ello y comienzan a creer que todo ha sido por su esfuerzo personal.

No es fácil imitar aquel ejemplo; pero, en toda ciudad hay uno o dos que pudieran hacerlo, si piensan que sin una mano extendida en actitud de solicitar ayuda, la caridad, virtud cristiana opuesta a la envidia y a la animadversión, aquélla no pudiera ejercerse, seguramente no les parecería malo el modelo.

Y es que la satisfacción de dar no es algo que se pueda obtener de otra manera que no sea dando. Al menos, así lo sentía y decía aquel generoso lagunero que ya no nos acompaña. No se trata, tampoco de derroches sino de aquellos que algunos pudieran desprenderse sin dañar sus negocios ni el patrimonio de los suyos. En nuestra ciudad el puesto que él ocupara sigue libre.

Esta mañana (escribo esto el jueves), de pronto, el viento comenzó a sentirse frío, si por nuestras avenidas se sentía más que fresco, por las calles, de norte a sur, soplaba verdaderamente helado. El frío es hasta disfrutable, mientras no sea de viento. Un viento helado es inmisericorde, porque se mete por las perneras del pantalón, las mangas de la camisa, las entradas de los zapatos, en fin, por todos lados, y ni siquiera nos deja, como las nevadas, su blanco recuerdo cubriéndolo todo. En las calles, los imprevisores y los que no tenían nada más que ponerse temblaban de frío. En los cruceros lucrativos las ancianas que allí piden se arrebujaban en sus delgados rebozos tratando de calentarse sin conseguirlo, lo mismo que las del centro, que primero tienen que calentar el pedazo de suelo en el que están sentadas, para sentir menos su frialdad. Los niños de los cruceros sólo sacaban las manos de la bolsa para recibir la ayuda de los automovilistas que los semáforos ponen a su disposición por algunos segundos.

No sé cuántos pedidores de este tipo habrá en nuestra ciudad, pero, en días como éste y peores las autoridades deberían recogerles y llevarles a un sitio donde pudieran ofrecerles comida y cama caliente en tanto la temperatura no mejorara, y así todo el invierno. Creo que en problemas como éste debieron haber pensado todos los que pelearon su bono de marcha.

En estos últimos días del año, recordemos que la caridad es una virtud del corazón y no de las manos, según alguien dijo, y al que dábamos uno, démosle dos, y así sucesivamente.

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