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Pequeñeces/La muerte quiere vivir

Emilio Herrera

Yo conocí a la muerte en la lotería de cartones. Mi abuela paterna, Mamá Lola, nos la gritaba estando ya todos sentados, con nuestras tablas y granos de frijol a mano, los vecinos de mi edad y algunos de la otra cuadra, en la mesa del comedor.

Empezaba a cantar lo que iba saliendo en su baraja, que podía ser el diablito, que si alguien lo tenía en su tabla en él ponía su frijol, o el nopal y lo mismo; y así hasta que de pronto aparecía lo que ella cantaba como la muerte siriqui y su hacha y nos enseñaba para que la identificáramos y buscáramos en nuestras tablas. Era un esqueleto. Y ya se sabe, los esqueletos son cosa viva, lo que muere es la carne y los esqueletos de la lotería de cartones estaban, en aquellos años de nuestra niñez tan vivos como nosotros y lo que hacían era jugar con quienes se les ponían enfrente. Jugando, jugando, luego salía la calavera, que Mamá Lola anunciaba: No te me pongas pantera o te vuelvo calavera y que era una especie de primer plano o acercamiento de la cabeza del esqueleto; pero, como se ve, no estaban allí para meter miedo, sino para prolongar su vida, divirtiéndose.

Poco después me llevarían por primera vez a los panteones, no a visitar a nadie nuestro (hasta mis treinta años no murió ninguno de los míos), sino para cumplir con esa tradición de curiosear por los panteones y, al salir, comprar cañas los días 2 de Noviembre.

Después fui conociendo a la muerte, según fui agregando años y amigos a mi vida. Y entonces supe que en México, como en España, en ocasiones los muertos están más vivos que los vivos.

Dijo Lorca en alguna de sus conferencias: “En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y las sacan al sol. Un muerto está en España más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo; hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde “El sueño de las calaveras” de Quevedo, hasta el “Obispo podrido” de Valdés Leal y desde la “Marbella” del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino . . . . hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte”. Igual que nosotros, si no se anduviera, como se anda, “Al rescate del Día de Muertos” instalando un gran altar para el Festival de la Muerte en la Plaza de Cuatro Caminos, que, en su momento, todos iremos a contemplar. Alguna vez alguien, creo que el argentino Antonio Porchia, no pudo dejar de exclamar: ¡Dios mío, qué grande es un hombre muerto!

Lo cierto es que, más que el que pudiera tenerle el hombre, la muerte se tiene miedo a sí misma. Por allí caché yo a la mía hace algunos años. Fue cuando no pude dejar de decir: “Sólo una vez mostró prisa / ni muerte por imperar, / mas sintiéndose morir / dejó a la vida ganar”.

Sin embargo, ¿cómo olvidar que ella es capaz de su propio sacrificio?

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