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Pequeñeces/Sentir a México

Emilio Herrera

El último miércoles recordaba Octavio, en tanto disfrutábamos sendos cafés capuchinos en una de las mesas del café al que acudimos, hebdomadariamente, a las once de todas las mañanas de ese día, a los “cochinitos”, esa especie de galleta hecha con harina y piloncillo con la que regalábamos de niños nuestro paladar, él en Aguascalientes, yo en nuestra ciudad. En aquellos tiempos los exponían en pequeñas vitrinas los dueños de los estanquillos que ocupaban algunas de nuestras esquinas. Y tanto se vendían que se agotaban a diario, y los que nos poníamos abusados las alcanzábamos todavía calientes, recién entregadas. Estos famosos cochinitos y el pinole fueron dos recuerdos que nos hicieron sentir esa mañana, a Octavio y a mí profundamente a un México que cada día se nos va más. Octavio, más tenaz, lo persigue por todos lados, y si no en los mercados lo atrapa, como hoy, por las colonias aledañas.

Yo recuerdo, por ejemplo, de algunos de los ranchos laguneros por los que pasé mi infancia, aquellos trípodes de las recámaras en la que se colocaban los lavamanos con agua para lavarse cara y manos.

Algunos eran de un solo color, pero, otras estaban adornadas con diversos dibujos, de flores los más; y los filtros de piedra puestos en los corredores.Llenos de agua la goteban hasta terminarse en unas ollas de barro colocadas bajo de ellos, y servían para mantenerla fresca para sus usuarios.

Esas y otras cosas han desaparecido, o van desapareciendo, como las sillas de madera de mezquite con asientos de ixtle, tan llenas de colorido y que con solo verlas sentíamos a México dentro de nosotros.

Los sabores son los que más se extrañan. Desaparecidas de las cocinas las abuelas, muchos de los antojos con que halagaban el paladar de los nietos ya son imposibles, si no por otra cosa, porque nuestra cocina es laboriosa y necesita de un tiempo que las amas de casa y madres, y las mismas abuelas, conquistadas por las novelas de la televisión, ya no encuentran.

Los mismos peregrinos prefieren ahora dejar de ir tocando puertas, yendo directamente al baile, de paga, por supuesto. Lo que hacía posible aquellas posadas que todos alcanzamos con sus peregrinos esperanzados y tenaces, sus pitos, sus piñatas llenas de frutas y dulces y algún descalabrado fue, más que nada, porque era la única forma de bailar a principios del siglo pasado, cuando el fox trot se iba imponiendo y este baile permitía a los jóvenes tomar por la cintura a su pareja frente a sus propios padres, que lo único que podían hacer era tragar saliva encomendarla a Dios.

Los juegos de prenda es otra de las curiosas, divertidas y hasta cultas diversiones que, al parecer, se han ido para siempre. Para participar en ellas se tenía que saber algo: cantar, tocar, contar chistes. Mi compadre Rafael mismo, con todo lo que sabía, una de aquellas noches se vió en apuros, de los que le rescató el hecho de saber pararse de manos, que si no quien sabe como le hubiera ido con el castigo que le hubieran impuesto.

Todo aquello nos hacía sentir, de una manera o de otra a México. Lo que no sucede ahora, pues no me vas a decir que lo sientes cuando saboreas una hamburguesa o un hot dog, y ni siquiera cuando bailas una música que ya no es la tuya y, ni siquiera, cubanos –veracruzanos danzones y, bebiendo le hacen fuchi a los ponches calientes de frutas, como aquel padre que cuando, después de un bautizo, habiendo sido invitado a la celebración la madrina le ofreció para beber una copa de vino de consagrar, le dijo que si no tenía coñac, porque a él le gustaba que los vinos embisiteran como los toros.

En fin, que en estos tiempos no está por demás buscar sabores, diversiones, placeres, pecados, inclusive, y no son pocos a los que podemos recurrir que nos hagan sentir a México. Peor es sentirnos otra cosa que, al fin y al cabo, no somos.

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