Cuando el Presidente Fox propuso al PRI -cuando lo visitaron por primera vez en su oficina Roberto Madrazo y Elba Ester Gordillo- cogobernar el cambio, la invitación entrañaba una contradicción. En cierto modo, equivalía a convidar al coyote a pernoctar en el gallinero. Los más rigurosos custodios de la inmovilidad política fueron los dirigentes del partido del estado, pues de que nada cambiara derivaba sus prosperidad personal e institucional.
En cambio, la misma invitación a que con él ejerzan el gobierno los poderes legislativo y judicial, así como el reconocimiento de sus limitaciones institucionales y políticas (“soy el primero en reconocer que no todas las metas que nos propusimos se han cumplido”) implica reconocer la índole del momento político actual, caracterizado por la distribución del poder, que puede ser resultado venturoso y no lastre improductivo.
En más de una oportunidad el Ejecutivo elogió al Congreso. Mencionó el porcentaje que ha citado el secretario de Gobernación sobre la relación entre la Presidencia y las Cámaras: 65 por ciento, dos tercios, de las 57 iniciativas legales enviadas desde Los Pinos han sido aprobadas por el legislativo. Es cierto que en el 35 por ciento que no fue admitido por el Congreso cuentan proyectos tan relevantes como algunos que integraron el paquete con que se quiso configurar la nueva hacienda pública distributiva.
Hay que tener en cuenta la naturaleza y la trascendencia de las iniciativas frenadas, y no sólo su número, para que adquiera pleno sentido aquel porcentaje. De lo contrario, podríamos incurrir en la falacia de solazarnos con la plena salud del 99 por ciento de un cuerpo, cuando el corazón (el uno por ciento restante) es afectado por un infarto. No han sido banalidades las admitidas por el Congreso en contraste con textos torales rechazados. Lo cierto es que el legislativo no ha asumido sistemática e intencionalmente prácticas obstructivas y dilatorias en perjuicio del Ejecutivo.
La irritada proclama que insiste: “¡ya, dejen gobernar a Fox!”, como si ocurriera lo contrario, no resiste el análisis, como los datos del propio Presidente lo muestran.
Con todo, hace falta incrementar la cooperación entre los dos poderes y a eso instó Fox. Hacerlo implica entablar diálogo con los grupos parlamentarios, así como con los partidos y los gobernadores, pues en todos esos factores se expresa la nueva distribución del poder. Desatender a cualquiera de ellos implica introducir desequilibrios que por lo menos demoran los acuerdos buscados.
De esa manera, la reunión del Presidente con casi todos los responsables del poder ejecutivo en las entidades, y después su encuentro con los líderes de los partidos que tienen grupos parlamentarios, implicó no sólo corregir posturas parciales y hasta facciosas asumidas con anterioridad (cuando se recomendó a los panistas ausentarse de la Conferencia nacional de gobernadores y cuando se buscó acordar la reforma en materia eléctrica con sólo el PAN y el PRI), sino también practicar, previamente al mensaje del domingo, conductas enunciadas en él.
Esta invitación al cogobierno entre los poderes supone respeto al interlocutor. Queda sobrentendido, por lo tanto, que el Presidente se comprometió a no litigar ante los medios sus diferencias con los congresistas, como en cambio hizo cuando le fue negado permiso para viajar a Estados Unidos y Canadá. No es ingenuo suponer que el Presidente se abstendrá de conducirse de nuevo así, pues proclamó en su discurso la confianza que debe tenerse en la palabra dada y la necesidad de mantener y honrar en público los acuerdos a que se llegue en privado.
En la misma plausible línea de acotar sus funciones y definir el talante de su ejercicio, el presidente transformó en doctrina lo que en el caso de Atenco había sido una actitud. Practicaron una lectura superficial quienes reclamaron la ausencia del tema aeroportuario en el mensaje del primero de septiembre. Naturalmente que lo abordó, y no tuvo necesidad de acudir a pormenores para hacer saber que en ese como en conflictos de naturaleza análoga, prefiere dar lecciones de legalidad y no lecciones de fuerza, y practicar la gobernabilidad de la democracia.
Tal como lo hizo en los hechos, subrayó que es mejor corregir, y pagar los costos políticos, que empecinarse en el error sólo por hacer valer la autoridad. Su rechazo explícito a la razón de estado como coartada que lleve aun a excesos criminales es congruente con su carácter de Presidente elegido con el voto de la mayoría de los ciudadanos, mayoría no objetada de ninguna manera.
El informe a que obliga la Constitución consta en los anexos entregados ritualmente por los presidentes a quienes encabezan la Cámara.
Los datos que allí obren tendrán que ser contrastados para corroborar su veracidad. Ya el grupo Reforma encontró diferencias en información puntual ofrecida por el texto presidencial y la que obra en otros registros oficiales, por ejemplo acerca del ingreso per cápita, que no habría crecido en la medida indicada por el Presidente. Es probable que se trate de cifras derivadas de enfoques o métodos divergentes. Sería un atrevimiento grave que se aplicara la vieja definición de la estadística como el arte de mentir con números.
A reserva de ese análisis cuantitativo, lo que vale del mensaje presidencial son los compromisos políticos que admite y los que propone. El discurso cumplirá su cometido al conocerse y practicarse la respuesta de los interlocutores.