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Plaza pública/Góngora Pimentel

Miguel Ángel Granados Chapa

El próximo viernes, el ministro Genaro David Góngora Pimentel rendirá su cuarto y último informe de labores como presidente de la Suprema Corte de Justicia. Para efectos prácticos, ese día se inician las vacaciones de fin de año del poder judicial, al cabo de las cuales, al comienzo del año próximo, los once miembros del tribunal constitucional elegirán un nuevo presidente, para el cuatrienio que concluye al abrirse el año 2007.

El ministro Góngora Pimentel dejará también la presidencia del Consejo de la Judicatura, pues los dos cargos se ejercen simultáneamente. La Corte tenía hasta ayer lunes pendiente la designación de quien reemplace al consejero José Guadalupe Torres Mendía, que concluyó su encargo el 30 de noviembre pasado. No parece que a los órganos encargados de las designaciones les preocupen demasiado las consejerías vacantes. Si bien en la que le corresponde cubrir la Corte tiene apenas diez días de demora, la que toca al Senado se tardó ya 16 meses.

Como cuerpos colegiados, la Corte y el Consejo no permiten presidencias ejecutivas, pues su desempeño depende del consenso y aun del voto mayoritario. No es infrecuente que, sobre todo en las decisiones jurisdiccionales, el ministro presidente quede en la minoría, sin que ello suponga menoscabo a su papel jerárquico. Éste, sin embargo, no es ornamental ni puramente representativo: puesto que se trata de uno de los poderes de la federación, quien encabeza los órganos del judicial ejerce funciones estatales, y debe por lo tanto contar con la conciencia del estado y no sólo con las aptitudes jurídicas que manifiestamente tienen todos los miembros del tribunal constitucional.

Góngora Pimentel continuará siendo, hasta el año 2009, ministro de la Corte. Esa circunstancia incrementa el grado de responsabilidad de quienes presiden ese órgano. Puesto que no necesariamente se retiran al concluir su cuatrienio, no pueden banalmente proclamar que el que venga atrás arree. Si su desempeño es insuficiente o deficiente, no pueden esconderse en la privacidad para evitar el juicio que se debe formular. Siguen expuestos al escrutinio público y a manifestar congruencia con sus decisiones previas.

El presidente saliente, aunque sabe que “no hay triunfalismos felices”, podrá sin duda retirarse satisfecho del cargo. Lo ejerció con prudencia y con sabiduría. No alcanzó las metas que se propuso, o que el consenso de los ministros señaló como indispensables. Pero actuó a la altura de sus responsabilidades constitucionales. Era el presidente del tribunal hace dos años, cuando los votantes eligieron a un Presidente panista, y ya no a un miembro del PRI. Las mudanzas que esa alternativa implicó, los nuevos equilibrios que hizo necesarios, requirieron una prestancia en el cuerpo todo, y en su cabeza, que contribuyeron decisivamente a alcanzarlos.

En los cuatro años de la presidencia de Góngora Pimentel el poder judicial creció materialmente tanto como las necesidades lo exigieron y sus recursos le permitieron. Allí libró el presidente saliente una batalla infructuosa. El tiempo le dará la razón: en gracia a su autonomía, es preciso que el poder judicial disponga de un presupuesto que no requiera ser negociado —y menos aún chalaneado— año con año, pues el regateo coloca al judicial en posición dependiente de los que deciden los montos y el destino del dinero público, que lo llaman a arbitrar cuando surgen entre ellos diferencias y aun disputas.

Tampoco prosperó la iniciativa de la Corte para que ese cuerpo cuente con la facultad de iniciar leyes, así sea sólo en el ámbito de su competencia, aunque se comprendería que contara con ella para todo efecto. Si puede declarar inconstitucional una norma, bien podría atribuírsele potestad para formular proyectos en la dirección a que apunte su jurisprudencia. Así debería ocurrir al menos para paliar la contradicción que surge del alcance actual del amparo, que protege a quien lo obtiene de la inconstitucionalidad de una ley o un acto pero permite que lo reclamado tenga vigencia para todos los demás. Y es que tampoco alcanzó la Corte asentimiento para su anteproyecto de ley de amparo, que mitigaría aquella incongruencia.

Correspondió a Góngora encarar el primer cuestionamiento internacional que ha recibido la Corte, el reporte de un relator especial de la ONU. Aunque el documento adolecía de varias fragilidades, sin dejar de señalarlas la respuesta ofrecida subrayó un ánimo receptivo que debe ser seguido de acciones que completen el sentido del reporte y su contestación, ensamblados en la intención común de mejorar la impartición de justicia.

No sólo por esa requisitoria externa, sino con la conciencia de que también para el poder judicial es útil la diplomacia en la cima, Góngora fue un activista de las relaciones judiciales internacionales. La última semana de noviembre encabezó la séptima Cumbre iberoamericana de presidentes de cortes supremas y de tribunales supremos de justicia. Reconoció que la Corte “había volteado a ver con discreción el entorno internacional al que pertenece”, y disculpó la actitud recíproca conjeturando que como consecuencia de esa actitud mexicana “nuestros compañeros de la región...volteaban a vernos disimuladamente”.

El ministro Góngora citó ante esa cumbre un poema de Nicolás Guillén, el poeta cubano cuyo centenario se festeja en este año que agoniza. A menudo el presidente saliente humedeció la aridez de su materia con humor y sentido humano, algo agradecible en un juez.

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