Pocas figuras atraen tanto, y repelen tanto, como Andrés Manuel López Obrador, integrante indispensable del elenco de los personajes del año. Lo ubicaría en esa posición su historia personal, aun si no se hallara ahora en lugar preferente entre quienes cuentan con el asentimiento público. Las más variadas encuestas, así lo expresan y, por si fuera poco, lo dijo también el 95.5% de casi setecientas mil personas que el 7 y el 8 de diciembre participaron en la consulta que determinaría su permanencia en el gobierno de la Ciudad de México.
La convocatoria misma a ese ejercicio suscitó polémica. La revocación del mandato, una de las consecuencias posibles de la consulta, no existen en el derecho público mexicano. Quienes desconfían de López Obrador están ciertos -sin que puedan aducir ningún fundamento para su recelo- de que no renunciaría al cargo aún si los resultados del plebiscito telefónico hubieran sido adversos al jefe de gobierno. Lo cierto es que difícilmente se hubiera presentado un desenlace diferente. Los sondeos previos, a lo largo de dos años de su mandato, ofrecieron siempre cifras que auguraban lo ocurrido hace diez días.
Es claro que la popularidad de López Obrador deriva de las prendas personales que el público percibe o le atribuye, y no de los resultados de su tarea. Harta de los políticos enriquecidos y que se toman demasiado en serio, la sencillez del jefe de gobierno se hizo cualidad muy apreciable para la gente. El que viva en la misma unidad habitacional de siempre, desde que era un funcionario medio de la administración federal, y que se traslade en un automóvil austero, sin más escolta que su chofer, ofrece en su favor un contraste acusado con los viejos modos priístas. Esas virtudes públicas y su combate al abuso y la corrupción permitieron a sus publicistas acuñar para él un lema verosímil: honestidad valiente.
También forjaron una divisa que López Obrador se ha empeñado en cumplir puntualmente: para bien de todos, primero los pobres. En una combinación de sus convicciones y su sagacidad política, binomio que irrita a quienes lo descalifican como populista, dirigió su política social a sectores desvalidos y olvidados. El público en general, y no sólo los beneficiarios, aprecia particularmente el apoyo que da los ancianos, a quienes nadie tenía presentes, no obstante la veneración verbal de que son objeto.
Ese populismo, que López Obrador admite, por qué lo priva de su contenido demagógico y subraya su orientación favorable a la gente común, le viene de lejos. Recién que volvió a su tierra natal, después de cursar su carrera (ciencias políticas y administración pública) en la Universidad Nacional, el ahora jefe de gobierno del Distrito Federal eligió ocuparse de programas sociales, con los campesinos chontales. Su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista lo hizo visible para los políticos locales. El gobernador Enrique González Pedrero que andando el tiempo abandonaría al PRI y se aproximaría al PRD, de cuya bancada fue senador por segunda vez, lo hizo presidente estatal del partido oficial, encargado de llevar a la práctica su concepción de una “democracia de carne y hueso”, es decir de dar la palabra los gobernados en la selección de los candidatos a presidentes municipales. Según López Obrador, González Pedrero no fue consecuente hasta el extremo en esa política, y renunció a la jefatura priísta. El gobernador le ofreció ser oficial mayor del estado, el encargado de la administración, pero López Obrador rompió con él.
Los años y los caminos -del país y de ellos mismos- permitiría su reconciliación. López Obrador presidía el PRD cuando atrajo a su antiguo jefe, y hoy Julieta Campos, esposa de González Pedrero, es la secretaria de turismo de la capital, si bien por méritos propios.
Aunque permaneció priísta hasta las elecciones federales de 1988, en ese mismo año López Obrador pasó a la oposición. Dos veces fue candidato a la gubernatura de Tabasco y, más allá de sus campañas electorales, encabezó una movilización social como no se conocía en esa entidad desde los tiempos de Tomás Garrido Canabal.
Construyó desde sus cimientos, el PRD en su estado. De esa época le viene la mala fama de pendenciero y agitador, incluso de sabotear la operación de Pemex, antecedentes que sus adversarios le enrostran, en su inútil intento de rebajar los alcances de sus política actual.
Presidió el PRD, al que llevó a sus primeros triunfos relevantes, cuando en 1997 el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas propicio con su propia victoria en pos del gobierno capitalino, la de decenas de candidatos a diputados federales, que compusieron la mayor fracción parlamentaria perredista. Más inclinado a las movilizaciones que a la administración partidaria, logró sin embargo una conciliación adecuada entre esas dos vertientes de la vida perredista. Al final de su gestión, sin embargo, su escrúpulo por no parecer que ponía el peso de su presidencia en favor de ninguna de las corrientes que se aprestaban a sucederlo, lo hizo abandonar apresuradamente su cargo. Esa decisión contribuyó al estallido de una crisis interna que, en varios episodios, no concluye todavía.
Eso no obstante, fue llamado por las tendencias del PRD como el hombre providencial capaz de unirlas y de ganar de nuevo, en el 2000, la gubernatura del D.F. No erraron quienes lo identificaron apto para esas misiones. Sobre la base que recibió de sus dos predecesores perredistas, López Obrador ha mantenido la endeble gobernabilidad capitalina. No es mucho, pero no es poco. No lo es para la gente que le ofrece sostenidamente su apoyo no sólo, por cierto, en el Distrito Federal.