Es una pena que el primer plebiscito en el Distrito Federal citado conforme a la ley haya tenido tan escasa asistencia, apenas el 6 por ciento del total de ciudadanos inscritos en el padrón electoral. Muchos factores confluyeron para originar ese resultado, el más profundo de los cuales es la despolitización general de la población, fruto a su vez del prolongado periodo en que el sistema priísta mantuvo a los capitalinos en minoridad.
Entre 1928 y 1997, precisamente el largo tramo de la dominación incontrastable del partido de Estado, los habitantes de la ciudad de México estuvieron privados de elegir a sus gobernantes. Se dirá que en ese mismo periodo tampoco ejercían esa prerrogativa los ciudadanos del resto de las entidades, formalmente habilitados para hacerlo. Pero en el DF ni siquiera en la letra de la ley podía ejercerse el voto. El desinterés que de ese modo se produjo se percibe ahora, y refuerza el que en general suscita la vida política en amplias capas de la población, según lo hizo saber la Encuesta nacional sobre cultura política y prácticas ciudadanas levantada en 2001 por la Secretaría de Gobernación, y dada a conocer en junio pasado.
El tema que motivó el plebiscito contribuyó mucho a alejar de las urnas a los ciudadanos. Por tratarse de una decisión que corresponde al jefe del gobierno de la ciudad de México, la discusión pública que precedió al ejercicio de consulta se contaminó de partidarismos, e hizo surgir las filias y fobias que despierta Andrés Manuel López Obrador. No obstante que la votación por el sí duplicó la contraria, se busca que la escasa afluencia de ciudadanos a las urnas aparece aparezca como una derrota del tabasqueño. (Ya que hablo de la oriundez de López Obrador, en la crítica a su actuación en general, y en este caso en particular se denota un desdén de los capitalinos hacia quienes no nacimos en la ciudad de México, que es una forma de clasismo y aun de racismo. La absurda percepción peyorativa de que “fuera de México todo es Cuautitlán”, se extiende en el caso presente a reprochar a López Obrador haber nacido en Macuspana, motivo por el cual también se encuentra normal apodarlo Peje. Nadie nunca motejó en virtud de su origen a los hidalguenses Javier Rojo Gómez y Alfonso Corona del Rosal, a los veracruzanos Fernando Casas Alemán y Octavio Sentíes, al sonorense Ernesto P. Uruchurtu, a los mexiquenses Carlos Hank González y Oscar Espinosa Villarreal, al guanajuatense Ramón Aguirre o al michoacano Cuauhtémoc Cárdenas. Y es que siempre se supo y se sintió que la capital federal, precisamente por serlo, es el hogar de todos y puede ser gobernada por alguien nacido en cualquier lugar del país).
Al ser López Obrador centro de imputación de fervores e inquinas, se le atribuyeron culpas ajenas. No fue suya la iniciativa del plebiscito, sino de ciudadanos interesados en impedir que él tomara a solas la decisión de construir el segundo piso. No sólo no fue suya la determinación de gastar 48 millones de pesos en la consulta ciudadana, sino que se invirtió sólo esa cantidad precisamente a partir de su negativa a aprobar o demandar un presupuesto adicional para costear el plebiscito. En consecuencia, es falsa la acusación de que con los casi cincuenta millones de pesos pudieron haberse pagado tales y cuales obras y servicios. Esa cantidad era parte de las partidas asignadas al Instituto Electoral del Distrito Federal, que las hubiera ejercido de todas maneras en los fines que la ley le atribuye.
También se atribuyó a López Obrador la ley seca del sábado precedente y del domingo en que se produjo la exigua votación. De diversos modos se expresó verdadera irritación contra el jefe de gobierno por una medida que no sólo no fue suya, sino contra la cual se manifestó expresamente. El IEDF interpretó la ley que está obligado a preservar como si esta jornada fuera semejante a la de una elección constitucional. El primero y el dos de julio del 2000 hubo también ley seca, y a todo el mundo le pareció comprensible la medida. Pero ahora López Obrador juzgó que era innecesaria y abogó porque no se aplicara, sin éxito.
El plebiscito, en fin, fue organizado por el Instituto electoral y no por el gobierno de la ciudad. De modo que sus fallas de organización son atribuibles a la autoridad que lo llevó a cabo. La pueril confusión entre votos en blanco, que se recogen de las urnas, y boletas sobrantes, que nunca se entregaron a los ciudadanos, introdujo un factor de confusión que disminuye la calidad de la menguada muestra de responsabilidad ciudadana.
López Obrador anunció previamente su decisión de sujetarse al resultado del plebiscito, aunque no se reunieran los 2 millones doscientos mil votos determinados por el Tribunal electoral del poder judicial de la Federación para que el ejercicio tuviera carácter vinculatorio. En consecuencia, y puesto que en proporción de dos a uno triunfó el sí sobre el no, el jefe del gobierno capitalino parece haber recibido autorización de la sociedad para avanzar en su proyecto. Pero la escasa presencia ciudadana en las urnas lo ha dejado frente a un dilema: no puede ser insensible a ese magro porcentaje de participación y tampoco puede desdeñar el apoyo de quienes lo acompañaron en su propósito de avanzar en esa polémica obra pública. Es la ocasión, entonces, de lograr el equilibrio esperable de un gobernante democrático, que tiene la capacidad ejecutiva de decidir conforme a su criterio pero no deja de lado el parecer social.