La pobreza mexicana, la desigualdad que troza a la población mexicana fue denunciada dos veces la semana pasada. Lo hicieron los obispos católicos. Y lo hizo, con mayor elocuencia, el huracán Isidore, que dejó al desnudo la tragedia permanente, sólo agravada por las tempestades, en que viven cientos de miles de personas en la península de Yucatán. Medio millón de personas no tienen nada hoy, pero perdieron muy poco. Sus chozas precarias eran apenas un remedo de resguardo y hoy han desaparecido. Poseían también una modesta fuente de ingresos o una plaza de trabajo. Muchos las perdieron también.
Aun antes de las reformas constitucional y legales que modificaron su status jurídico, la Iglesia mexicana había asumido el derecho y el deber de manifestarse sobre la vida pública mexicana. Lo hace con mayor razón durante la última década, pues desapareció la prohibición expresa que le impedía “en reunión pública o privada constituida en junta...hacer crítica de las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular o en general del gobierno” de donde se desprendía una prohibición aun más ancha de referirse a la vida del pueblo mexicano en general.
En su documento del jueves pasado (Participación solidaria para afianzar la transición democrática), la Conferencia del Episcopado Mexicano incluye, como la primera entre las “tareas pendientes en el panorama nacional”, la de una reforma que permita “avances verdaderamente significativos en la superación de la pobreza, atendiendo no sólo las consecuencias, sino sobre todo las causas”. Los obispos católicos (adjetivo que ellos mismos omiten, como si no los hubiera de otras confesiones en nuestro país, con igual derecho a expresarse) declaran estar “convencidos de que la pobreza y la injusticia social son un grave obstáculo para consolidar las instituciones democráticas”. Dicen también, en lo que probablemente fue un desliz del razonamiento pues quizá buscaban afirmar lo contrario, que se “requiere una reforma social de grandes proporciones que sitúe el bienestar de los ciudadanos como el sostén de la actividad gubernamental” aunque, a mi entender, debería proclamarse, al revés, que la actividad gubernamental debe ser sostén del bienestar ciudadano. Concluye este punto el Episcopado con una afirmación analítica y un anuncio, ambos compartibles: “La solución al problema social no es consecuencia automática de la apertura política. Nosotros, por nuestra parte, nos comprometemos a emprender, con más ahínco, tareas de promoción social”.
Esas últimas palabras comprometen de modo directo, dada la circunstancia adversa de su arquidiócesis al arzobispo de Yucatán, Emilio Carlos Berlie Belaunzarán, que desde 1995 rige ese territorio eclesiástico después de haber sido obispo de su natal Aguascalientes y de Tijuana. En esa ciudad fronteriza fue testigo cercano de una violencia contra la que sólo el Estado puede batirse, como la que se expresó en el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la efusión de sangre surgida del narcotráfico. Y aunque frente a la violencia de la naturaleza poco puede hacerse, sí deberá poder hacerse mucho para enfrentar sus secuelas y sobre todo para la magna tarea de verdadera prevención que consista en remontar las condiciones de precariedad en que han vivido los yucatecos pobres.
El INEGI tenía registradas, en 2000, poco más de 372 mil viviendas particulares habitadas. Los datos sobre la estructura y calidad de esas casas han resultado contradichas por la denuncia de Isidore. Según ese instituto de estadística, apenas 5. 9 nueve por ciento de las viviendas tenían piso de tierra; en sólo 15.5 por ciento las paredes estaban hechas de “materiales ligeros, naturales y precarios”; y los techos del 32. 8 por ciento habían sido construídos con ese género de materiales. Debió ser, en consecuencia, que la fragilidad de las azoteas permitió que las viviendas enteras, en esa proporción de un tercio del total, vinieran por tierra o, peor, fueran arrastradas por los fuertes vientos que generó Isidore. Lo cierto es que el gobernador Patricio Patrón insiste en su justificada preocupación por la miseria total en que quedaron cien mil familias que hoy carecen de habitación.
Esta agudizada pobreza circunstancial deriva, y se ve agravada, de la pobreza estructural que afecta a probablemente 65 millones de personas, 54 al menos según el cálculo aceptado por las autoridades. Por eso el fenómeno ha ocupado un lugar señalado en el mensaje episcopal sobre la transición democrática. No se construye un país sobre bases sólidas si dos tercios, o poco más de la mitad de las personas apenas disponen de lo indispensable para sobrevivir.
Aunque la secularización de la sociedad ha restado influencia a la Iglesia católica (como lo enseña su reciente fracaso en inhibir la exhibición de la película El crimen del padre Amaro, o la presencia de sus fieles en las salas cinematográficas que la proyectan), sus aportaciones al examen de los problemas sociales, y sus propuestas para encararlos deben ser bienvenidas. La Comisión de pastoral social del propio Episcopado anunció el 8 de septiembre su disposición a contribuir a un diálogo nacional sobre la suerte y el destino de las etnias originarias, cuyos integrantes son pobres entre los pobres. Esa iniciativa, y las que se desprendan de su compromiso sobre la “promoción social”, que no ha de limitarse a paliar la mendicidad, pueden convertir en acciones el potencial profético de los obispos católicos.