“Cultivemos el trigo de nuestro pequeño campo, sin ocuparnos de la cebada que se eleva en el campo del vecino.”
Marcel Prevost.
Se nos quiere hacer creer que los problemas del campo de nuestro país son producto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Se olvida que los campesinos mexicanos han estado sumidos en la pobreza mucho antes de que el TLC entrara en vigor o que las exportaciones agroalimentarias mexicanas a Estados Unidos y Canadá han aumentado, en lugar de reducirse, desde la entrada en vigor del acuerdo.
La pobreza del campo mexicano no tiene nada que ver con el libre comercio. Es producto fundamentalmente de la excesiva fragmentación que nuestras leyes le han impuesto al campo mexicano y de la generalización del ejido, un esquema colectivo de tenencia de la tierra que impide la inversión y la adecuada toma de decisiones productivas. Más del 60 por ciento del territorio rural de nuestro país se encuentra bajo régimen de propiedad colectiva.
En México cada “sujeto agropecuario” —es decir, cada persona que participa en la producción del campo— cuenta en promedio con 2.5 hectáreas para su trabajo. En Estados Unidos la cifra equivalente es de 44.4 hectáreas, casi 20 veces más. Pese a que parece enorme, esta cifra esconde la magnitud real de la diferencia. En Estados Unidos el sujeto agropecuario típico es un asalariado que labora en una gran granja comercial. En México es un campesino o ejidatario que debe arrancarle una forma de autosubsistencia a un minúsculo pedazo de tierra. En Estados Unidos las granjas comerciales tienen dimensiones de decenas de miles de hectáreas. En México la ley prohíbe que una sola persona pueda ser dueña de más de 100 hectáreas de riego.
Es verdad que el gobierno estadounidense —como también los de Europa— mantienen obscenos programas de subsidio al campo que terminan por afectar directamente a los campesinos de los países pobres. Pero en términos del tamaño de la producción agropecuaria de cada país, los subsidios y apoyos que se otorgan al campo mexicano son mayores que los estadounidenses.
El TLC, lejos de deprimir nuestras exportaciones de alimentos, las ha incrementado. En 1993, un año antes de la entrada en vigor del tratado, las exportaciones agroalimentarias mexicanas —productos del campo y alimentos procesados— eran de 4,116 millones de dólares. En el 2001 eran ya de 8,142 millones de dólares. Es verdad que también las importaciones de alimentos han aumentado, de 5,915 millones a 11,026 millones de dólares, pero esto ha sido en buena medida por los huecos en la producción de nuestro país. El maíz amarillo que se importa, por ejemplo, no compite con el maíz blanco que se cultiva en nuestro país para consumo humano sino que se emplea como forraje animal. Pero aun en los casos en que las importaciones sí compiten con productos nacionales, han permitido poner sobre la mesa de los mexicanos productos a un precio más razonable.
En las regiones de nuestro país que cuentan con mayores extensiones de tierra en manos privadas, y en donde hay por lo tanto mayor capacidad para invertir, las cifras de productividad se acercan a las estadounidenses o incluso las superan. Este es el caso, a pesar de su escasez de agua, de Sinaloa y de algunas partes de Sonora. En contraste, en estados como Chiapas, donde la mayor parte de la tierra está colectivizada y las granjas privadas son incluso menores de lo que permite la ley, ni siquiera la abundancia de agua permite que se logren cifras aceptables de producción.
Todos los países prósperos del mundo han atravesado en algún momento de su historia por una transformación que ha hecho que buena parte de la población que antes se dedicaba al trabajo en el campo se incorpore a la industria y los servicios. En Estados Unidos esta transición laboral se logró sin expulsar a la población de las zonas rurales. Actualmente el 22 por ciento de los estadounidenses viven en el campo, pero menos de un dos por ciento se dedica a labores agropecuarias. El resto trabaja en industria y servicios en las mismas zonas rurales. Pero en México hasta hace muy pocos años se prohibía tajantemente la inversión no agropecuaria en los ejidos.
No le echemos la culpa al TLC. Éste ha cumplido con su función al permitir un mayor acceso de los productos del campo mexicano a los mercados de Estados Unidos y Canadá. Reconozcamos nuestra propia responsabilidad. Nosotros hemos generado la pobreza en el campo al fragmentarlo y colectivizarlo.
SUBSIDIOS
Es verdad, como dice el presidente Fox, que México le da comparativamente más subsidios al campo que otros países. Pero los subsidios nunca resolverán el problema de la pobreza ni el de la falta de productividad en el campo.