La irrupción de una muchedumbre violenta en el recinto de la Cámara de Diputados al Congreso de la Unión el martes pasado, constituye un acto de provocación reprobable. De acuerdo a la crónica de los acontecimientos, se trata de una amenaza cumplida en la medida en que el evento fue anunciado con la debida anticipación, por parte de organizaciones políticas que militan bajo el estandarte de la izquierda.
A esa luz los hechos son lamentables, porque nuestro país está necesitado de una izquierda progresista que ofrezca propuestas de avanzada para satisfacer las necesidades colectivas más apremiantes, en un entorno de pobreza extrema creciente. Esa postura de ninguna manera debe estar reñida con la seriedad que requiere el desarrollo de nuestra vida pública y sin embargo, la inmadurez y torpeza de este tipo de organizaciones en nuestro país parece históricamente insuperable.
Aún están presentes las escenas en las que los manifestantes en plena acción, destruyen, incendian y penetran por la fuerza, amenazando la integridad de las personas y de las instituciones ultrajadas. La aparición de un contingente a caballo ofrece el ingrediente de escándalo, al igual que otros movimientos que en el pasado reciente portaron máscaras y esgrimieron machetes, en un efímero y patético ejercicio que desprestigia a los protagonistas y denigra a la Sociedad.
No es el caso de reivindicar las viejas figuras delictivas de “Disolución Social” de otros tiempos, pero es responsabilidad del Estado el investigar y castigar los delitos comunes que ponen en jaque la seguridad y la integridad de las personas y el respeto a las instituciones. Mientras tal cosa no ocurra, sólo opera el repudio de una sociedad que en su mayoría lucha por construir un país basado en el diálogo y la concertación, como formas de vida pública.