“Nadie recordaría al buen samaritano si sólo hubiera tenido buenas intenciones. También tenía dinero”. Margaret Thatcher
Es el desfile de las buenas conciencias. En Johannesburgo, Sudáfrica, se ha llevado a cabo la última de las megaconferencias, la Cumbre Mundial del Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, cuyo propósito final es —modestamente— salvar al mundo.
El guión es siempre el mismo. Durante unos días se reúnen cientos o miles de expertos para leerse unos a otros ponencias que podrían haberse enviado por correo electrónico. Fuera de las instalaciones los globalifóbicos acompañan ritualmente todo el acto con sus cantos y protestas. Después llegan los jefes de Estado y de gobierno, un ciento en el caso de Johannesburgo, acompañados de sus poderosos ministros y funcionarios. Los mandatarios leen discursos diseñados más por su impacto político en casa que por sus aportaciones a los problemas fundamentales del mundo. Se hacen intensas reuniones, magníficas comidas y nutridos cócteles en que los participantes intercambian lugares comunes al amparo de un trago. Después, cada quién se va para su casa. Un ejército de burócratas se reúne en algún otro lugar del mundo —de preferencia en ciudades prósperas como Nueva York o Ginebra— para recopilar, traducir, almacenar y reproducir todos los documentos y declaraciones. Al final casi nadie leerá esta avalancha de palabras; y, ciertamente, nadie le hará caso. La cuenta de estos ejercicios asciende siempre a cientos de millones de dólares. Y los contribuyentes del país sede —aunque sea un país pobre, como México en el caso de la cumbre de Monterrey o como Sudáfrica en la de Johannesburgo— deben pagar las cuentas.
Como se ve, no soy un creyente en las grandes cumbres internacionales, quizá porque he asistido a varias. Si todo el dinero que se gasta en estas festividades burocráticas se empleara para atacar los problemas que las cumbres supuestamente deberían estar resolviendo, se habrían logrado avances mucho más importantes contra la pobreza y contra el deterioro ambiental. Las grandes cumbres internacionales sólo pueden cumplir con un propósito: hacer que las buenas conciencias se sientan tranquilas.
Estas reuniones no están hechas para combatir la pobreza o para promover un desarrollo sustentable. La idea es que los especialistas, funcionarios y burócratas sientan que han dado alguna aportación para la solución de los problemas de la humanidad. Pero yo puedo aventurar que en algunos años se dirá que no se logró nada en Johannesburgo como hoy se dice que no se consiguió nada en la reunión previa de Río de Janeiro de 1992.
Si de verdad se quisiera combatir la pobreza y promover un desarrollo sostenible, no se precisaría de mucha ciencia. La experiencia histórica nos dice que sólo los países que promueven la inversión productiva, que le apuestan a la educación y que abren sus fronteras al comercio internacional logran darle empleos bien remunerados a sus habitantes; y sólo ellos pueden dedicar recursos suficientes a detener la depredación de los recursos naturales.
La visión de los fundamentalistas de la ecología, según la cual hay que impedir todo desarrollo para salvar el planeta, es directamente contradicha por la experiencia internacional. Los países que mejor cuidan de su ambiente son los que generan los suficientes recursos para hacerlo. Los territorios que se abandonan a la mano de Dios, supuestamente para preservar el medio, registran con el tiempo un mayor deterioro ecológico. Recursos financieros y conocimiento tecnológico son los dos factores cruciales para construir un desarrollo sustentable en el largo plazo.
Me queda claro que el mundo debe tomar medidas drásticas para combatir los problemas del desarrollo. Si los seres humanos no reducimos las emanaciones producidas por la quema de combustibles fósiles, si no disminuimos la generación de basura, si no ponemos fin a la contaminación de las aguas, terminaremos ahogándonos en nuestros propios desechos. Pero la única forma de lograr estas medidas concretas es impulsando un desarrollo humano y tecnológico que no se puede conseguir si se detiene cualquier inversión productiva, como pretenden hacerlo los fundamentalistas de la ecología.
Palabras
En la cumbre de Johannesburgo el presidente francés Jacques Chirac hizo un llamado para que el mundo tome medidas en contra del deterioro de los recursos naturales. Y, sin embargo, su propio gobierno vetó un párrafo de la declaración final de la cumbre que habría pedido a los países desarrollados eliminar sus subsidios agrícolas, que tanto desperdicio en alimento generan y tanto daño le hacen a la producción agropecuaria de los países pobres. Las palabras, como vemos, son baratas.