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Señales ominosas

Pablo Marentes

El fascismo, dice Ortega y Gasset, es un fenómeno histórico. Abreva en el supuesto desprestigio de los organismos políticos deliberantes, nacionales o internacionales. Y procede a su destrucción.

El fascismo surge desde el poder. Así surgió en Italia: Mussolini estaba en el poder. Así surgió en España: Franco estaba en el poder. Y en Alemania, el Nacional Socialismo: Hitler estaba en el poder. De facto, los tres derogaron leyes.

Destruyeron legalmente los controles sobre el Ejecutivo.

Mediante facultades extraordinarias debilitaron el poder equilibrador del Parlamento, de las Cortes, del Reichstag.

Convirtieron la prensa, la radio, el cine y los bienes culturales en instrumentos para doblegar la voluntad de los ciudadanos, quien habrían de acatar sin discusión los designios de Il Duce, de El Caudillo, de Der Fuherer.

Al propósito fascista contribuyen los ciudadanos que claman por un líder que erradique la inestabilidad, que termine con la inseguridad y la incertidumbre del día siguiente. Que ponga fin a las discusiones en las legislaturas. Que no consulte con nadie. Que actúe de inmediato. Que incremente los años de cárcel para quienes cometan delitos verdaderos o inventados. Que sumariamente aplique el garrote vil y envíe al cadalso, al paredón, a la silla eléctrica o a la cama con tirantes de cuero a los delincuentes y a los disidentes para recibir el castigo final: la rotura de la nuca, las balas, la horca, la descarga eléctrica o la inyección letal.

El fascismo se legitima en las elecciones. Los ciudadanos con su voto mantienen en el poder a quien ha les ha ofrecido castigar a quien les agravió. Y el elegido procede a exacerbar la emoción patriótica para que se acepte el empleo de la violencia extrema: interna para perseguir e inmovilizar a cualquier persona sobre quien recaiga la mínima sospecha; externa para atacar cualquier país.

Los escogidos para realizar las tareas de castigo y restauración de la gloria nacional son: los grandes empresarios industriales, financieros, bancarios y comerciales; la alta jerarquía política, los dignatarios eclesiásticos superiores y los supremos mandos militares. Y sobre ellos el líder, el hombre pletórico de dones, de gracias -”carismático” como los anunciadores, lo animadores, los “artistas” de la tele-, piedra angular de la construcción fascista.

Por qué surge la amalgama de empresarios, políticos, militares y prelados? Por qué la sociedad nacional la hace suya y acata sus designios? Por qué se produce la relación directa padre-madre-patria-nación? Porque el fascismo es un fenómeno de masa.

La masa es la sociedad atomizada. La connotación de la masa es la de los asistentes a una función de cine, o los grupos de televidentes caseros.

Ninguno dirige la palabra a quien está a su lado. Sus comentarios los dirigen a la pantalla. En la sociedad masificada, la radio y la televisión son instrumentos de regimentación política. Quienes no establecen aquella relación son los que no confían en la iluminada guía del hombre en la cúspide de las simpatías y de la aceptación de la “gente”. En consecuencia, es denunciable. Habrá que perseguirlo. La discrepancia sencilla, cotidiana, no es admisible a lo largo de la ruta hacia la recuperación del prestigio nacional. En su revelador estudio de mayo de 1957, Joseph T. Klapper documentó el fenómeno.

Los resultados de la elecciones de mitad del cuatrienio, el martes 5 de noviembre, en Estados Unidos, son producto de la masificación de su sociedad. Desde el 11 de septiembre de 2001 ha sido objeto de una intensa campaña de fervor patriótico. Los que hirieron el honor patrio deben ser castigados. Y perseguidos sus cómplices. El himno nacional, las banderas ondeantes, los cantos de nostalgia, la exaltación de los héroes urbanos, la reiteración del agravio padecido, la petición de plenos poderes punitivos, son elementos que reproducen acciones semejantes a las que prefiguraron el advenimiento de estados corporativos, ultranacionalistas, conservadores y vindicatorios, en la segunda y tercera décadas del siglo que acaba de concluir. Hacer notar estas similitudes no es catastrofismo. Ni novela política: fiction polítics, como la denominan allá. Simplemente es destacar un dato, la aparición de una pauta: una colección de factores similares a los que produjeron en un tiempo y lugares determinados un fenómeno irrepetible, por ser histórico, que la historia universal identifica como la Era del Fascismo.

Se puede ponderar el peligro si recordamos que Winston Churchill, tan consciente de la Historia, elogió a Benito Mussolini cuando el futuro Duce estaba a punto de consolidar su poder. Hoy, un buen número de estadistas del mundo elogian a George W. Bush por su triunfo, por sus dones de líder, de guía de su pueblo, por su carisma. Por ser el presidente que registra el mayor grado de aceptación entre la población de Estados Unidos, en los últimos 60 años. Son muchas las coincidencias.

Conviene cavilar en torno a ellas. Y poner las barbas a remojar.

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