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Sin derecho a ser madre

Por Cristal Barrientos Torres

EL SIGLO DE TORREÓN

Jack aún no cumple tres meses de edad y ya está en la cárcel.

Y es que su madre, Carmen, desde hace dos años se encuentra presa.

Carmen todavía no sabe cuántos años más pasará en prisión. Está acusada de delitos contra la salud, pero se dice inocente. Lo que Carmen sí sabe y le duele hasta el alma, es que en unos días pasará lo inevitable: Tendrá que separarse de su hijo Jack, hasta ahora, el único bebé en la cárcel.

Desde septiembre del 2000, cuando la Policía Federal Preventiva entró a desmantelar el autogobierno en el Centro de Readaptación Social, nadie que no haya cometido un delito puede vivir en la cárcel, ni siquiera los hijos de las presas.

Así se decidió. Y desde entonces decenas de mujeres han tenido que sufrir por estar lejos de sus hijos. Tal vez por eso todas quieren a Jack. Carmen es su madre, pero cada una de ellas desearía quedarse con él.

Quizá Jack les recuerda a sus hijos y desean acunarlo entre sus brazos, en esos brazos que se quedaron vacíos hace mucho tiempo.

Carmen no quiere hablar. Dice que ni el arrepentimiento le ha dado paz, menos hablar. Lo único que lamenta es que Jack crece y tarde o temprano lo separarán de su lado. Después de eso, pocas cosas le importarán.

La historia de Carmen no es la única en el Cereso. La mayoría de las mujeres que se encuentran purgando alguna condena han sido separadas de sus hijos. Ése fue el peor castigo que les pudieron dar, dicen.

Siete años sin ellos

María Antonieta cumplirá siete años de prisión el 20 de noviembre. Años en los que no ha podido ver a cuatro de sus cinco hijos. Y todavía le faltan tres años más de condena. La acusan también de delitos contra la salud.

Después de siete años, la voz, es lo único que María Antonieta conoce de sus hijos. Habla con ellos por teléfono -si le va bien-, una vez al mes. Ellos viven en México y por eso nunca los volvió a ver.

Sólo la más pequeña de sus hijas, Guadalupe, ha estado con ella. Tenía apenas unos meses de nacida cuando su madre entró a prisión por posesión de droga. Los primeros años de su vida los vivió en la cárcel. Pero al igual que los otros niños, tuvo que abandonar el reclusorio después de septiembre de 2000.

Por eso los jueves son días sagrados para Guadalupe y María Antonieta. Ese día los hijos de las presas pueden entrar al penal para estar con ellas, aunque sea por una tarde.

A María Antonieta ya no le importa si le creen o no que fue utilizada para trasladar droga. Lo único que le queda por hacer es rezar todas las noches. Le pide a Dios por sus hijos, para que alguien se apiade de ellos y les dé el amor que desde hace años dejó de darles por estar en prisión.

María Antonieta fantasea: “Lo primero que haré cuando salga de aquí es ir a una Iglesia para dar gracias a Dios”.

Sus ojos de pronto se ponen vidriosos, toma las fotografías de sus hijos entre sus manos. Su recuerdo la atormenta, no la dejan vivir en paz. “Ni modo, desgraciadamente uno comete errores y hay que pagar por eso”.

Tan lejos de la libertad

Las facciones de Laura todavía no logran alcanzar la dureza y amargura que caracteriza a las presidiarias. Tiene 19 años y desde hace diez meses se encuentra en prisión, le faltan todavía nueve años y dos meses para quedar en libertad.

Laura tenía dos meses de embarazo cuando entró a prisión. Hace unas semanas tuvo que dejar ir a Emily, su hija; no podía seguir viviendo con ella en la cárcel.

“La vida en prisión asfixia. Te sientes estrecha, apretada, van pasando los días y amanecemos amargadas, sin ganas de querer hablar una con la otra. Nos enojamos entre nosotras por el encierro”, dice.

El arrepentimiento es el tormento de Laura: “Dirás que por qué hasta ahora, pero extraño a mi familia, antes ni me acordaba que tenía madre, ahora quisiera estar con ella; también extraño a mis hijas”.

Además del dolor de no ver a sus hijas, Laura tiene que luchar para superar sus adicciones: El alcohol y las drogas.

“Y todo porque me comencé a juntar con los vagos de la esquina, pero una está chava y le llama la atención todo eso, hasta que un día los policías me encontraron droga, creyeron que era ‘puchadora’ y me sentenciaron”.

Laura está casada con Emilio, un joven de 21 años. Ella cree que su esposo tarde o temprano terminará engañándola con otra. “Él no le entra a la droga, cuida a nuestras niñas, pero me ‘agüito’ porque me estoy perdiendo la niñez de mis hijas. Siempre me avergoncé de mi padre porque era un borracho y pienso que mis hijas así se van a avergonzar de mí".

Tania, la hija mayor de Laura, le dice madre a su tía. Por eso siente morirse de celos cada vez que la niña apenas si la reconoce. Pero Laura no puede más que agradecerle a su hermana los cuidados y el amor que le da.

La cárcel no es para los niños

En el Centro de Readaptación Social (Cereso) se encuentran recluidas 51 mujeres. Todas más que la libertad, perdieron la oportunidad de estar cerca de sus hijos “porque la cárcel no es para los niños”.

Gerardo García Ibarra, director del Cereso, acepta que las mujeres recluidas en el penal sufren por estar lejos de sus hijos, pero desde el 2000 cuando se desmanteló el autogobierno en el interior del penal, las presas perdieron la oportunidad de vivir con ellos.

El director del penal conoce la vida de cada una de las presas. Sabe cuántos hijos tienen, si están enfermas o no, incluso quién está casada y quién no.

Asegura que las presas son rehabilitadas en cuatro áreas neurálgicas de atención: Salud, educación, capacitación y con actividades deportivas.

La mayoría de ellas, contrario a los hombres, muestran siempre una gran disposición a participar en las actividades para su readaptación social.

El director del penal justifica el hecho de haber separado a las presas de sus hijos: “Cuando se realizó el operativo del 5 de septiembre del 2000 en coordinación con el Gobierno Federal y Estatal, nos vimos en la necesidad de sacar a los niños de aquí, había familias completas”.

No es posible que una persona viva recluida en el interior del penal sin haber cometido ningún delito. Y menos si se trata de un niño, argumenta.

En el penal, señala, sólo debe estar quien ha cometido un delito, además el ambiente no es el más adecuado para el crecimiento de un menor de edad.

El reglamento sólo permite que las presas tengan a sus hijos consigo hasta los tres meses de edad. Después son enviados al albergue del Padre Manuelito y a la Buena Semilla.

Gerardo García Ibarra reconoce que para las internas ha sido difícil vivir sin estar cerca de sus hijos: “Pero se les ha tratado de concientizar en el sentido de que es mejor para los menores crecer lejos del reclusorio”.

Se ha tratado, de todas las maneras posibles que las familias de las presas no se desintegren. Y a través de diversas gestiones se ha logrado que internas que tenían años sin ver a sus hijos por problemas con sus esposos o familias, ahora las visiten, agrega.

“Es bueno que la gente se entere de la realidad que estas mujeres viven, que sepan que en el interior de un penal no todo es vicio, problemas ni pobreza, pues detrás de cada una de ellas se esconde el anhelo de recuperar a su familia”.

Los separan sólo unos metros

La ironía de todo esto es que los hijos de las presas viven a unos cuantos metros del reclusorio. Están separados de ellas por unas paredes y una brecha llena de matorrales y hoyancos. Pero sólo los jueves de cada semana pueden verlos, ni un día más.

En el albergue del Padre Manuelito viven 28 niños, todos son hijos de mujeres y hombres que purgan una condena en la cárcel. Ahí reciben alimentación, educación y los cuidados necesarios a los que todo menor tiene derecho.

Isabel Gándara, directora del albergue, señala que los niños no podrían estar mejor: “Todos los días van a la escuela, después cuando regresan nosotros nos encargamos de su educación y cuidados”. Además se les proporciona atención psicológica.

Eva Armendáriz, encargada del albergue, asegura que los niños están conscientes de su realidad, pues saben que su padre o madre están en el Cereso purgando alguna condena. “Pero el trato que reciben es como a cualquier niño”.

Todas las noches, dice, los niños le piden a Dios por la libertad de sus padres. Desean que los años pasen rápido para estar con ellos otra vez.

La función del albergue, señala, es evitar que los niños sigan los pasos de sus padres. Se trata de hacerles saber que hay una vida diferente a la de la cárcel, donde pueden tener muchas oportunidades.

Isabel y Eva aseguran que todos esos niños, son para ellas especiales, pues los quieren como si fueran sus hijos. Y por eso exhortan a la sociedad a brindarles a los pequeños una mejor vida, pero sobre todo a no discriminarlos por los errores de sus padres.

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