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Sobreaviso/Autoridad, no autoritarismo

René Delgado

Hablar del principio de autoridad es políticamente incorrecto. La clase política rehúye o evade hacerlo valer y, lo que es peor, aunque ambiciona el poder y por ende la autoridad que conlleva, rechaza ponerla en ejercicio aunque esté legitimada para ello. Renuncia a aquello que buscaba. La justificación es clara: en la terrible confusión que vive la clase política, hacer valer la autoridad es sinónimo de reprimir. Y, en esa lógica, los políticos prefieren cruzarse de brazos antes que mancharse las manos. Ni ejercen la autoridad oportuna y lealmente para atender y resolver los problemas de sus representados y, cuando esos problemas estallan, tampoco ejercen la autoridad para impedir el desbordamiento de los canales institucionales de participación. La mala conciencia los inmoviliza, el miedo a desgastarse los lleva a administrar, no a solucionar problemas.

La renuncia a ejercer la autoridad está colocando en un serio apuro al país. Los síntomas advierten un cuadro de ingobernabilidad. Los actores políticos se ven desplazados por los factores de poder que, frente a la frustración constante, no ven por qué utilizar la intermediación y la negociación formal, legalmente establecida. Los canales institucionales de participación se están viendo desbordados, la acción directa está ganando terreno.

Ante ese cuadro, la clase política juega y duda. Juega a desarrollar clientes, no ciudadanos. Siguiendo el principio de la economía informal, desarrolla una política informal, aunque a la postre vulnere el Estado de derecho. Es natural. Es más fácil conservar clientes a base de conceder privilegios, que formar ciudadanos porque, a éstos, hay que exigirles obligaciones y, además, reconocerles derechos. Duda si estar en el poder supone ejercerlo.

La clase política no quiere esa chamba de desarrollar ciudadanos. Prefiere la popularidad que la gobernabilidad. Y, aunque se le llena la boca con el discurso de la consolidación de la democracia y el fortalecimiento del Estado de derecho, en la práctica ella misma atenta contra ese discurso: atenta contra la democracia y el Estado de derecho. Sin querer, tienta a la opinión pública con la idea de la inutilidad de su propia existencia (la de la clase política) y de las instituciones. Así, la clase política le está abriendo la puerta a la violencia y el autoritarismo. Silba, mientras cava su tumba.

En todo esto, hay un absurdo. Cuando mayor legitimidad tiene la clase política para ejercer su autoridad, renuncia a ella. No logra explicar para qué ambiciona el poder siendo que no sabe qué hacer con el poder.

Hoy, la clase política aspira al poder para mostrar lo que es no poder.

El asalto al Palacio de San Lázaro por parte de campesinos y maestros dispuestos a incendiar la Cámara de Diputados o a obligar a los legisladores a hacer de sus curules el material de una barricada, escandaliza pero no asombra. Es un capítulo más de la educación que la clase política viene promoviendo, desde hace años: la solución de los problemas debe dilatarse hasta que desborde los límites y, entonces, lo procedente es entrar a negociar el derecho y buscar una salida.

A negociar el derecho porque su simple aplicación es imposible, en virtud del vestigio de razón o legitimidad que acompaña a la ira desatada de los acelerados. La mala conciencia de haber maltratado o desatendido un problema, obliga a la clase política a hacer del Estado de derecho un estado de ánimo, cuando no un estado de desesperación administrable.

El secuestro de la Universidad Nacional, cuando la demanda principal había sido satisfecha. Las marchas de campesinos armados de machetes para enarbolar su demanda. Las matanzas entre campesinos por problemas irresueltos. El desprendimiento de las rejas de la Secretaría de Gobernación para entrar en tropel. El secuestro de funcionarios públicos para canjearlos por demandas. El despojo de edificios públicos para reclamar atención. El bloqueo de vías federales y locales de comunicación. El uso de recursos y equipos públicos para revanchas privadas. El linchamiento a golpes y patadas de quienes una turba juzga como delincuentes.

Todos esos sucesos -y no son todos- integran las cuentas del collar que comienza a asfixiar la consolidación de la democracia y el fortalecimiento del Estado de derecho. Un collar donde los integrantes de la clase política por acción, omisión, miopía o indiferencia ponen sus cuentas. Todos colaboran en ese despropósito. Niegan la atención oportuna a los problemas y, cuando estos se complican, se niegan a hacer valer el principio de autoridad o, lo que es peor, juegan a radicalizar la demanda, a encarecer el costo de la solución y, en la perversión, a sacar ganancias del desastre.

Juegan a sobrevivir, así sea del cascajo.

El problema es que esas acciones directas son cada vez más radicales y violentas, dejando ver el explosivo cóctel que puede acarrear la combinación de los problemas estructurales con los coyunturales que, por lo demás, en pretemporada electoral, puede desencadenar una crisis de mayores proporciones.

Si a eso se agrega la sobreexplotación política del descontento social para obtener ganancias partidistas, grupales o personales, el resultado es terrible. En ese esquema, el menor incidente puede terminar provocando un colapso político-social de grandes proporciones. Cualquier día, el país se va encontrar con un desastre.

El no ejercicio de la autoridad tiene, además, otro problema. Está alentando a quienes consideran que la falta de autoridad se arregla practicando el autoritarismo: la simple aplicación de la fuerza frente a los problemas.

No son pocas las voces que ven en la coyuntura la necesidad de dar un golpe de mano ejemplar para poner orden. Pasan por alto que, en el desbordamiento de los canales institucionales de participación, frecuentemente hay un acto de omisión o desatención por parte de la autoridad, a la que exigen poner en práctica el autoritarismo.

Por esa vía, la clase política que no acaba de encontrar su rol en la transición se está convirtiendo en una de las principales promotoras del autoritarismo que justamente se quería remontar. Cuestión de ver cómo los actores políticos resbalan su responsabilidad en el ejercicio de la autoridad para entender cómo contribuyen al despropósito de debilitar la democracia y el Estado de derecho.

Cada uno de los actores busca el pretexto para zafarse del problema. Dan risa. El que no pretexta carecer de facultades para intervenir frente al conflicto, argumenta carecer de los instrumentos necesarios para hacerlo. El que cuenta con los instrumentos necesarios, reclama una instrucción precisa para operar y endosar la responsabilidad. El que tiene responsabilidades políticas en el problema, manifiesta su solidaridad con los inconformes, se deslinda de los excesos y reclama, como si nada hubiera ocurrido, instalar una mesa de negociación para encontrar, no una solución, sino una salida al problema.

Bien claro tiene la clase política que el ejercicio del poder y la autoridad desgastan, y nomás no quiere gastar.

Algunos políticos confunden el fin con el medio. Acumulan como viudas su popularidad, sin darse cuenta de que, como el ahorro, la popularidad es para gastarse. Al menor síntoma de pérdida de popularidad emprenden alguna acción espectacular para reponer los puntos perdidos. Sobreviene la gracejada mediática. La consulta de cómo gobernar. La provocación del aplauso o el pronunciamiento rijoso para llamar la atención. Muy poco les importa si se pierde gobernabilidad, siempre y cuando se mantenga la popularidad. Se inscriben en un permanente concurso de simpatía, pero no de gobierno porque eso acarrea un gasto indeseable.

Así, casi nadie gobierna. Los dirigentes partidistas no gobiernan a sus partidos. Los coordinadores parlamentarios no gobiernan a sus bancadas. El presidente de la República no gobierna ni a su gabinete y, sin gobierno, las acciones directas sin intermediarios van colmando el vacío.

La clase política practica un juego de posguerra. Tienen claro el desastre que está provocando y creen, absurdamente, que quien sobreviva a él podrá quedarse con el dominio del cascajo, del desastre. Esa es su pobre apuesta. Juegan su popularidad y capital político, no al acierto propio, sino al error del contrario: a la eliminación del adversario. No quieren convivir, quieren sobrevivir. Y eso no es una democracia.

El problema de ese juego es que la clase política está dejando de ver la hora. De tomar en cuenta el factor tiempo, la desesperación que está acarreando la falta de solución a los problemas que le den perspectiva al país. Si tal o cual problema no se arregló, si tal o cual reforma se quedó pendiente, si tal o cual plazo está por cumplirse, lo mejor es esperar la próxima elección para que, ahí, sobre el concurso se determine qué fuerza prevalece.

La cosa está en que algunos problemas y reformas pendientes están provocando desesperación y la desesperación es una mala consejera. De ahí que la clase política debería poner en juego su autoridad y poder, antes de tener que echar mano del autoritarismo que supuestamente se quería remontar.

Seguir en el juego de aspirar al poder para guardarlo y demostrar lo que es no poder, le va costar muy caro al país y, desde luego, a la clase política.

Así, nomás no se va a poder.

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