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¿Substituir al nacionalismo? ¿con qué?/Agenda ciudadana

Lorenzo Meyer

Primera de dos partes

Una Definición Difícil.- El nacionalismo es un producto cultural que surgió en el siglo XVIII en Europa, cuando perdía vitalidad la idea de la gran comunidad universal cristiana y de las monarquías absolutas. Esa idea rebasó a Europa y se adaptó muy bien a otros ambientes, especialmente entre los componentes de los grandes imperios. Como filosofía, afirma Benedict Anderson, el nacionalismo es pobre e incluso incoherente, pero como fuerza política es muy poderosa y eficaz. En su esencia el nacionalismo es el arraigo en la imaginación colectiva, de la idea de una comunidad solidaria que es mayor que la simplemente natural. Se trata de una comunidad que tiene límites claros -sobre todo territoriales—, que se sostiene en una combinación de elementos objetivos y emotivos y, sobre todo, que busca lograr y mantener la soberanía. (Imagined Communities, 1991, pp. 6-7).

El nacionalismo es un fenómeno que se inicia siempre en círculos intelectuales, entre las élites, pero que, para tener éxito, debe percollar y llegar a las masas, despertar su imaginación y afincarse ahí hasta permitir, a pesar de las enormes diferencias y contradicciones de clase y regionales, hacer pasar por “natural” e inevitable un propósito y destino comunes, una “fraternidad” que muchos otros indicadores objetivos niegan.

Invitación.- En varias declaraciones recientes, el Canciller Jorge Castañeda ha planteado la conveniencia de reexaminar el papel del nacionalismo en nuestra política externa. El tema es importante y las circunstancias ameritan la discusión.

De acuerdo con los planteamientos del Canciller, aquellos miembros de la clase política e intelectuales que insisten en mantener hoy viva una actitud nacionalista cuyo referente inevitable es la historia de nuestra relación con los Estados Unidos, le crean al México actual más problemas de los que le resuelven. Y el punto de partida y el final de esa afirmación, es simplemente la terca realidad. Al inicio del siglo XXI, Estados Unidos no son solamente la primera potencia mundial sino una hiperpotencia, centro de un imperio global -y ese concepto de imperio se debe tomar en su sentido estricto: un poder efectivamente soberano que impone su voluntad a otros— y con quien compartimos una frontera de más de tres mil kilómetros, con quien llevamos a cabo casi el 90 por ciento de nuestro intercambio con el exterior -por tanto, es el motor de nuestra economía globalizada—, dentro de cuyas fronteras se encuentra empleada el 20 por ciento de la fuerza de trabajo mexicana, que a su vez es el origen de los nueve mil millones de dólares anuales que comprenden sus remesas a México. De ese país proceden el grueso de los turistas extranjeros que nos visitan, es en sus universidades donde está el grueso de nuestros estudiantes de post grado en el exterior, etcétera. En suma, Estados Unidos es la variable externa determinante de nuestro desarrollo y viabilidad pero lo contrario no es cierto, de ahí la preocupación del Canciller con un nacionalismo que pudo ser necesario en el pasado pero que hoy resulta disfuncional.

En vista de una realidad contundente como la descrita y que es imposible modificar -la enorme asimetría entre México y su vecino al norte es creciente—, Castañeda aconseja que, en vez de mantener ante Estados Unidos una actitud fincada en un sentimiento nacionalista -la búsqueda de una autonomía o soberanía imposible— que se alimenta de rencores y desconfianzas a pesar de que son ya historia pasada, se adopte una actitud nueva, madura y constructiva, que vea hacia adelante y supere definitivamente el trauma de la guerra del 47 o la invasión de Veracruz. Y para demostrar que eso es posible, el Canciller cita como ejemplo el cambio que Francia decidió formalizar en enero de 1963 frente a su enemigo histórico, Alemania.

Un Ejemplo Interesante.- Comparar el caso de la relación de Francia en la segunda posguerra mundial con Alemania, con el del México actual con Estados Unidos, puede ser un buen punto de partida para adentrarnos en el problema de nuestro nacionalismo, aunque no un buen punto de llegada. Veamos. En enero de 1963 el general Charles de Gaulle -héroe de la resistencia francesa— acababa de poner fin a la guerra colonial en Argelia, salir ileso de un atentado y ganar un referéndum a favor de una presidencia fuerte. Fue entonces que el general decidió volcar todo su enorme prestigio personal para celebrar con Alemania un Tratado de Reconciliación. En virtud de ese histórico acuerdo entre De Gaulle y el canciller alemán Konrad Adenauer, ambos países vecinos aceptaron que tendrían que consultarse sistemáticamente en toda materia importante de política exterior, que sus ejércitos compartirían estrategias e información, que aumentarían su intercambio cultural y que, en suma, se pondría fin a “una rivalidad de siglos”. Fueron los cimientos de una alianza estratégica cuya meta era hacer del acuerdo franco-alemán el corazón de la unificación económica y política de Europa Occidental. Esa decisión trajo seguridad y prosperidad no sólo a estos antiguos rivales sino a toda la comunidad europea e indirectamente ha contribuido a la estabilidad del sistema internacional. Hasta aquí el ejemplo usado por el Canciller mexicano es adecuado, pero si el examen sigue, entonces la situación cambia de sentido. Para empezar, en 1963 Alemania era una potencia que había sido totalmente derrotada hacía apenas dieciocho años. Continuará...

Y la situación material de esa Alemania perdedora y divida en dos, no era ya muy diferente de la que tenía una Francia técnicamente del lado de los vencedores pero efectivamente muy debilitada. Aún hoy en día, cuando Alemania ya se ha recuperado y se ha reunificado, el Producto Interno Bruto (PIB) de los dos países no muestra una diferencia que se asemeje, ni de lejos, a la que existe entre México y el vecino del norte. Al término del siglo XX, el PIB francés era el equivalente al 67 por ciento del alemán, es decir, ni siquiera llegaba al dos a uno. En contraste, el PIB mexicano es el 4.6 por ciento del norteamericano, es decir, la economía del “socio” norteño equivale a ¡22 veces la nuestra! Volvamos al campo político. La contrapartida de la alianza franco-alemana de 1963 fue el veto que el propio De Gaulle acababa de emitir en contra de la entrada de su antiguo aliado, Gran Bretaña, a la Comunidad Económica Europea. Y la razón de ese rechazo fue la relación especial que los británicos mantenían -y mantienen— con Estados Unidos. De esta manera resulta que la superación de la histórica rivalidad de Francia con Alemania fue resultado de la aparición de otra rivalidad y temor: la de la Europa continental frente a la potencia del otro lado del Atlántico. Acercarse al gobierno de Bonn y alejarse del de Londres, fue la forma en que París intentó aumentar su independencia relativa y la de sus socios europeos, frente a la potencia dominante de Occidente: Estados Unidos. En resumen, la reconciliación franco-alemana de hace casi cuarenta años y que se sugiere como el modelo a seguir, no fue tanto la superación del nacionalismo francés sino una redefinición y reafirmación del mismo. Ese nacionalismo francés que hoy sigue dictando la política frente a Estados Unidos, se acaba de mostrar en el debate sobre Iraq que tuvo en las Naciones Unidas. Mientras Francia buscó impedir que Washington tomara decisiones militares sin negociar el respaldo de la ONU, Estados Unidos amenazó con imponer por sí mismo su agenda y decisiones, justamente porque hoy por hoy es el único país realmente soberano, es decir, al que nadie puede obligar a rendir cuentas de sus actos y que, en contraste, sí puede exigirlas a cualquier miembro de la comunidad internacional aunque, desde luego, de manera y en grado diferente.

Replantear el Problema.- En el corazón de todos los nacionalismos está el problema de la soberanía. El mexicano, se empezó a formar muy pronto, desde el siglo XVIII. Sus pioneros fueron criollos resentidos por su marginación dentro del enorme y viejo sistema imperial español. No fueron muchos, un puñado apenas, pero su visión se expandió cuando se mezcló con el guadalupanismo y después de que Miguel Hidalgo involucró a las clases populares en su enfrentamiento con las autoridades españolas. Ese nacionalismo mexicano quedó enmarcado por las viejas divisiones administrativas coloniales, y adquirió consistencia y fuerza a lo largo de la terrible guerra de independencia, tras la desastrosa guerra con Estados Unidos y el triunfo sobre la ambición imperial francesa. Los choques de los revolucionarios que en 1911 derrocaron al régimen de Porfirio Díaz, con las comunidades extranjeras y sus gobiernos -especialmente en el caso de norteamericanos, ingleses y españoles-reforzaron y expandieron el espíritu y proyecto del nacionalismo. El régimen que se consolidó tras un decenio de guerra civil, expropiaría los latifundios y nacionalizaría el petróleo para, finalmente, cuajar en el binomio presidencia-PRI. En la posrevolución, ese régimen con frecuencia apeló al nacionalismo -que cada vez era más discurso que acción— para revigorizar una legitimidad que estaba asentada sólo en el crecimiento económico, pero no en la práctica democrática, el respeto a la ley, la promoción de la justicia social u otras posibles fuentes de legitimidad. Tras el desastre económico de 1982, el régimen posrevolucionario encontró que el nacionalismo, cuyo punto de referencia seguía siendo la desconfianza frente a Estados Unidos, era cada vez menos efectivo como justificación de su derecho a gobernar y cada vez más un obstáculo para negociar su relación con la superpotencia del norte. Casi desde el inicio de su gobierno (1988-1994), Carlos Salinas decidió sustituir lo que quedaba del “nacionalismo revolucionario” por un Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) como forma de lograr una asociación estrecha y privilegiada con Estados Unidos. Fue una gran jugada, un cambio de dimensiones históricas. Al final, el TLCAN no fue suficientemente efectivo como para neutralizar el agravio acumulado en una buena parte de la sociedad mexicana ni dio el resultado material -económico—, prometido. En el 2000 el PRI fue echado del poder y sustituido por un gobierno de origen democrático encabezado por Vicente Fox y cuya bandera fue el cambio. El nuevo gobierno, que a su vez es el inicio de un nuevo régimen, sí significó cambios sustantivos, pero no en todos los campos y menos en el del nacionalismo. En este campo lo que ha sugerido Fox por la vía del Canciller es llevar hasta sus últimas consecuencias lo iniciado por Salinas y sus tecnócratas: abandonar explícitamente el nacionalismo -las reservas frente a Estados Unidos— como elemento importante del proyecto nacional. Se argumenta que resulta inútil y contraproducente invertir la energía colectiva en la defensa de una soberanía cada vez más anacrónica en un entorno mundial dominado por la fuerza y la lógica del proyecto norteamericano que es, aunque no se dice con esas palabras, el de un imperio global. Estados Unidos acaba de demostrar en su relación con el Consejo de Seguridad de la ONU en el tema de Iraq, que no está dispuesto a someter sus acciones a la aprobación de ninguna fuerza supranacional, pero, en cambio, sí puede exigir y obligar a todos los actores internacionales a conformarse, por las buenas o las malas, a su agenda. En estas condiciones el nacionalismo histórico mexicano es inviable.

La dificultad para el gobierno de Fox y para México, consiste en que no se puede, simplemente, abandonar el viejo proyecto nacionalista sin sustituirlo por otra fórmula. Sin algo tan poderoso como el nacionalismo, se corre el peligro de debilitar aún más la cohesión de nuestra agobiada comunidad, pero ¿cuál fórmula puede ocupar el lugar de la antigua? ¿Qué es lo que hoy puede despertar en cien millones de mexicanos un nuevo sentido y deseo de solidaridad, de mantenernos, pese a todo, como una comunidad nacional? ¿Cuál es exactamente el nombre y naturaleza del proyecto o empresa histórica digna de exigir un gran compromiso material, emocional y moral de todos los mexicanos que nos dé sentido en nuestra relación con el resto de actores nacionales e internacionales, en particular con Estados Unidos? ¿Es nuestro modelo de crecimiento económico? ¿La construcción de una estructura social justicia social? ¿La implantación y mantenimiento de un auténtico Estado de Derecho? Se nos propone ingresar al posnacionalismo justo cuando y debido a que Estados Unidos está ingresando al hiper nacionalismo, pero ¿cómo, para qué y por qué?

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