El uso de la inteligencia crítica es la mejor manera para expresar nuestros poderes en el mundo, para resolver nuestras ambigüedades y para lograr nuestros propósitos y metas. Y, sin embargo, frecuentemente estamos dispuestos a abandonar el uso de la razón, a dejar de calcular y a engañarnos a nosotros mismos. Tenemos la tendencia a permitir que nuestros deseos, temores, fantasías y esperanzas coloreen nuestra imaginación e influyan en nuestros juicios y conceptos. Y así, confundidos por un falso sistema de creencias, encontramos la felicidad difícil de alcanzar.
Generalmente, pretendemos creer por fe, sin tomar en cuenta la evidencia que se nos presenta. Y esta tendencia está tan distribuida y arraigada en los seres humanos, que pocos se escapan completamente de ella. Nadie puede escapar a la tentación, pero algunos, a través de sus esfuerzos terapéuticos de voluntad, cultivan la virtud por medio de la inteligencia crítica. Algunos filósofos han afirmado, probablemente con razón, que la tendencia a la credulidad es el pecado original que corrompe a la naturaleza humana. Los más grandes pecadores, pues, serían aquéllos que están dispuestos a absorber pasivamente, sin análisis crítico, todo lo que oyen o recogen.
En el lado opuesto, se encuentra el escéptico, aquél que es difícil de convencer. Siempre se muestra renuente a asimilar; cuestiona y duda. La persona escéptica pide pruebas y demanda evidencia; examina los reclamos y las afirmaciones con pragmatismo. Su antídoto para el pecado original es el análisis objetivo, el cual siempre es difícil. El camino del escepticismo siempre es duro; abandonar el autoengaño implica dolor.
Alguna gente falazmente piensa que la educación a través de la lectura de una buena dosis de libros es siempre la curación para la credulidad. Es importante, con toda seguridad, pero no hay garantía que así venceremos nuestra perversidad innata a pretender creer. Más bien, depende de la clase de educación a la que estamos expuestos. De hecho, muchos de los llamados intelectuales son de los más grandes crédulos que existen. Los hombres de sabiduría práctica son comúnmente los escépticos y no aquéllos que dicen ser el producto sofisticado de una educación superior. La credibilidad de cierta manera es una inmadurez intelectual, una sumersión pasiva en un estado de cosas. No se requiere una filosofía complicada para ser incrédulo. Es más bien tener los hechos para demandar evidencia de lo que se afirma.
La persona crédula es fácilmente impresionable; en cambio, la escéptica levanta preguntas, investiga y sondea. Y es en áreas que demandan más aprendizaje en las cuales la credulidad pasiva es y ha sido más frecuente. Históricamente, la mejor ilustración en el campo de las costumbres y tradiciones que la credulidad hace más estragos. Es muy frecuente encontrar gente que se adhiere a concepciones y valores que en un tiempo tuvieron su tilidad, pero que ya la han rebasado y son franca desventaja para buscar la adaptación a la realidad. Los crédulos aceptan lo que han recibido; los escépticos lo cuestionan.
El término “librepensador” se acuñó para describir a la persona escéptica. Éste rechazaba los sistemas doctrinarios basados en la costumbre, la revelación, la autoridad y el dogma; pensaba que el individuo debe investigar sin prejuicio ni ideas preconcebidas o elaboradas y a través del análisis racional. Entonces debe abandonar los reclamos y afirmaciones que no pueden ser demostrados racionalmente a través de la evidencia. A principios de siglo, se comenzó a usar el término “racionalista” para describir al librepensador.
En todas las épocas ha habido gente de fe que insiste que alguna forma de ausencia de sentido es necesaria para el equilibrio vital, aunque trascienda los límites del entendimiento y la evidencia. Y ello lo podemos apreciar incluso en nuestra era tecnológica. En países superindustrializados como los Estados Unidos, estamos atestiguando la proliferación de cultos absurdos, a los cuales la gente se adhiere irracionalmente en un intento falaz por encontrar significado a la existencia. ¿Por qué creer en cosas que van más allá de la propia comprensión por no mencionar la verificación? La única terapia que elimina las perversiones en las creencias es una buena dosis de escepticismo.
Necesitamos proponernos a la razón; primero, para juzgar las afirmaciones, y segundo para hacer juicios normativos y éticos sobre de ellas. Hemos de aprender a aplicar el sentido común y la inteligencia crítica. Así, más y más seremos capaces de definir el mundo en términos que se desprendan de una ética autónoma y situacional. Si queremos decidir si algo es falso o verdadero, hemos de deshacernos de las confusiones causadas por las abstracciones vagas. Es un imperativo clarificar el significado lingüístico de los conceptos. La evidencia debe tomar la fuerza de los hechos que puedan ser verificados, al margen del prejuicio y la imposición. La experiencia del individuo ha de ser preferentemente directa, o en última instancia del testimonio de personas en cuyo juicio se confía.
La razón tiene usos importantes en la vida ordinaria. Sin importar los propios valores y normas, la podemos usar para evitar errores estúpidos y acciones impetuosas; para controlar el destino, moderar los deseos, ablandar las pasiones y dirigir las acciones. La razón nos puede volver prudentes, visionarios y sabios. A través de ella es que podemos definir nuestros valores, fines y metas; podemos entender nuestros sentimientos, deseos y necesidades; podemos deliberar y elegir.