Hace ya veintitrés siglos que Aristóteles concluyó que más que otra cosa, el individuo busca la felicidad. Todas las demás metas, como la belleza, la salud, el dinero y el poder, se buscan porque se piensa conducen a la felicidad. Mucho ha cambiado desde los tiempos del filósofo griego. Nuestra comprensión del universo se ha ensanchado considerablemente. Vivimos tiempos absolutamente sin precedentes en la historia humana. La tecnología y la industrialización se han desarrollado a pasos agigantados. Y, sin embargo, en el tema de la felicidad no hemos adelantado mucho. No podemos decir que sepamos más que el pensador de la antigüedad.
A pesar de que ahora gozamos de más salud y tenemos vidas más longevas que nuestros ancestros, muchas veces sentimos que no vivimos con plenitud, que nuestras vidas se están malgastando, y que experimentamos demasiada ansiedad y tedio. ¿Es acaso que la felicidad es imposible porque el individuo siempre busca más y más de lo que obtiene? ¿O es el malestar existencial ya tan difuso que amarga nuestros momentos más preciosos?
La felicidad no es algo que ocurre ni el resultado de la buena suerte o el azar. No es algo que el dinero pueda comprar o el poder dominar. No depende de eventos externos, sino de la manera en que los interpretamos. La felicidad es, de hecho, una condición para la cual debemos prepararnos, la cual debemos cultivar y defender privadamente. La gente que aprende a controlar su experiencia interna es capaz de determinar la calidad de la experiencia de su vida, que es lo que más cerca nos puede llevar a ser felices.
Y, sin embargo, no podemos lograr la felicidad buscándola conscientemente. “Pregúntate si eres feliz, dijo Stewart Mill, y dejarás de serlo”. Es estando involucrados en todos los detalles de nuestras vidas, buenos o malos, que encontramos la felicidad, y no en perseguirla directamente. Entre más hagamos de la búsqueda de la felicidad nuestro blanco, más la perdemos. El éxito, como la felicidad, no puede ser buscado como una meta en sí mismo; ambos son la consecuencia de una dedicación personal a un curso de cosas más grande que uno mismo.
¿Cómo, pues, podemos lograr esta meta que nos elude por una ruta directa? El camino debe comenzar logrando un control sobre el contenido de nuestra conciencia. La percepción de nuestras vidas es el resultado de muchas fuerzas que modelan la experiencia, y que tienen un impacto en cómo nos sintamos. Muchas de estas fuerzas están fuera de nuestro control. No hay demasiado que podamos hacer para alterar nuestra apariencia, temperamento o constitución. No podemos decidir quiénes van a ser nuestros padres o si viviremos en tiempos de guerra. Las instrucciones en nuestros genes, la contaminación del aire y el período histórico dentro del cual nacemos y vivimos son algunas de las innumerables fuerzas que escapan a nuestro control. No es sorprendente concluir en algún tiempo de nuestra existencia que nuestro destino está predeterminado.
Sin embargo, hay ocasiones en que experimentamos que, en lugar de estar abrumados por fuerzas anónimas, tenemos un profundo sentimiento de regocijo y de gozo, el cual se vuelve un momento culminante en nuestra memoria de lo que la vida debe ser. Esto es lo que muchos autores denominan la experiencia óptima. Contrario a lo que muchos creen, estos momentos de éxtasis y exhuberancia no son pasivos o de relajamiento; más bien ocurren cuando amplía la mente hasta sus límites, en un esfuerzo voluntario para lograr algo que es muy difícil, pero valioso. La experiencia óptima es algo que provocamos que suceda. Para cada uno de nosotros, hay miles de oportunidades, desafíos que nos están esperando para desarrollarnos espiritualmente.
Tales experiencia no son necesariamente agradables en el tiempo que ocurren. Tomar el control de nuestra vida nunca es fácil, y algunas veces puede ser definitivamente doloroso. Pero, en el largo plazo, las experiencias óptimas nos hacen tener un sentido de destreza, o quizás mejor dicho, de participación para determinar el contenido de nuestra vida. Si sentimos que estamos a cargo de nuestra conciencia –es decir, de nuestros pensamientos y creencias- nos acercamos dramáticamente a ese sentimiento de felicidad que parece evadirse de las grandes masas.
En las últimas décadas, han florecido, y de hecho se han multiplicado, los artículos y los libros escritos sobre cómo lograr la felicidad. Como si se tratara de recetas de cocina, este material impreso trata de darnos guías específicas sobre el camino a la felicidad. Pero aunque nadie puede dudar que esta literatura es bien intencionada, pero simplemente no existen fórmulas ni recetas para encontrar la felicidad. La experiencia óptima depende de la capacidad para controlar lo que sucede en la conciencia momento a momento, y cada persona tiene que lograrlo sobre la base de sus esfuerzos individuales y creatividad. La felicidad es proporcional al control que ejercemos sobre nuestra vida.
El estado óptimo de la experiencia interna es aquél en el cual hay orden en la conciencia. Ello ocurre cuando la energía psíquica –o la atención- es invertida en metas realistas, y cuando las capacidades se armonizan con la acción. La búsqueda de una meta lleva orden a la conciencia ya que una persona debe concentrar su atención en algo específico y momentáneamente olvidarse de todo lo demás. Estos períodos de superar desafíos son la parte con más gozo de la vida de la gente que se dice autorrealizada. Al extender sus habilidades, y alcanzar desafíos más altos, tales personas se vuelven individuos extraordinariamente peculiares. Solamente a través del control directo de la experiencia, es que podemos ser felices.