En rigor estricto, hoy no se conmemora nada, en el sentido de traerlo a la memoria, porque nada se ha olvidado: en la mente, en el alma de todos, y no sólo en Estados Unidos, están presentes el ataque terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva York y el estallido de otro avión en Washington. Con toda su carga y su cauda de destrucción de cuerpos, cosas, certidumbres y seguridades, se mantienen vivos sobre todo los sentimientos de horror, de pesar, de duelo, de miedo, padecidos por quienes sobrevivieron a los atentados; por los deudos de quienes fallecieron en ellos, por quienes indirectamente sufrieron consecuencias, y por quienes más lejanos físicamente, nos conmovimos y aterramos al ver y oír, en vivo, en las pantallas de televisión, los estallidos y la muerte causados por un rencor vengativo que nadie alcanza a comprender en toda su proporción.
El once de septiembre está vivo, no hay que evocarlo, porque sus largas consecuencias nos alcanzan un año después y estarán presentes mucho tiempo más tarde. Estados Unidos, golpeado sin misericordia por primera vez en su propio territorio, en el corazón mismo de su civilización, declaró la guerra al terrorismo, y el mundo vive en ese estado de guerra. En la mayor parte de las regiones es una guerra de baja intensidad o apenas virtual, pero es una guerra. La que alcanzó dimensión concreta, el ataque a Afganistán, produjo la caída del régimen talibán y el lento encaminamiento a una sociedad abierta, difícil de construir sobre ferocidades que, dominadas unos años por la de los talibanes, están siempre a punto de surgir, practicadas por caciques violentos que han vuelto por sus fueros.
El objetivo central de esa guerra concreta, sólo un capítulo de la vasta historia de la guerra antiterrorista, no se cumplió. La ufanía norteamericana sobre su propia potencia, quebrada abruptamente porque fue imposible impedir los atentados, se resintió aún más por su fracaso en localizar y detener a Osama bin Laden. Quizá se fracturaron, tal vez sólo temporalmente, las bases materiales de su organización Al Qaeda en Afganistán. Pero el enemigo público número uno de los Estados Unidos alienta aún el sentimiento que causó la matanza de hace un año, se enorgullece de haberla provocado y amenaza reproducirla, continuarla, multiplicarla.
A cambio, Estados Unidos afianzó su papel de potencia incontrastable, juez y parte que define sus objetivos y se dirige a ellos a despecho de la comunidad internacional. El presidente Bush se dispone a atacar a Iraq, como lo hizo su padre, pero dotado esta vez del apoyo masivo de sus ciudadanos, que no votaron en mayoría para llevarlo a la Casa Blanca pero necesitan la catarsis que la frustrada persecución a Bin Laden no pudo proporcionarles. Y si bien no puede minimizarse el daño a Afganistán y el lateral recrudecimiento de la violencia asesina en Oriente Medio, puede sin hipérbole decirse que la primera víctima de la guerra contra el terrorismo es Estados Unidos mismo, pues en defensa de sus libertades se ha dañado a sus libertades.
Como vecino de la gran potencia agraviada, México no ha podido quedar al margen del belicismo norteamericano. Los efectos de esa actitud se aprecian de muchos modos. Hasta la semana anterior a los ataques, parecía configurarse entre los dos países una relación especial, fundada en un factor subjetivos, la amistad y afinidades entre los dos presidentes. Parecía posible, o al menos así lo repetía el Ejecutivo mexicano, que se llegaría a un acuerdo migratorio, que mejorara la situación de los trabajadores mexicanos en territorio norteamericano. Es indispensable desde todo punto de vista una disposición bilateral sobre ese tema, que durante largo tiempo Washington reclamaba como asunto puramente interno, en que México no podía entrometerse.
Al menos en apariencia, el curso de la relación parecía modificarse. Pero luego del once de septiembre México perdió la posición privilegiada que parecía dispensarle la Casa Blanca, si bien no todavía el Capitolio. A pesar de la proximidad geográfica, se abrió una gran distancia entre los intereses inmediatos de las dos naciones. El interlocutor preferido pasó a ser el primer ministro británico Tony Blair, que durante un año ha mantenido una solidaridad con el presidente Bush que ya no le dispensan sus colegas de la Unión Europea, y en ese panorama el trato con Fox palideció hasta casi desaparecer.
Las intensas medidas de seguridad adoptadas en general por Estados Unidos repercutieron de varios modos en México. La intensa vida fronteriza se ha complicado al punto de que, por ejemplo, una sequía en Nogales, Sonora, no pudo ser remediada con importación de agua de Nogales, Arizona, no obstante que en rigor se trata de la misma ciudad, pues se vigila en exceso el transito de camiones cisterna.
La adhesión mexicana a la revancha norteamericana, prolongación de una deliberada cercanía acrítica, se ha acentuado al paso de los meses, y se ha reflejado en varios ámbitos. Aunque en su discurso sigue opinando lo contrario, México apoyó el condicionamiento norteamericano al funcionamiento de la Corte Penal Internacional, no obstante que se retiró de ese nuevo tribunal que apenas el lunes comenzó a sesionar. Debido a que no se ha reformado la Constitución, no ha sido ratificada por el Senado la pertenencia de México a esa Corte. Eso ha evitado que nuestro país se vea en el aprieto de acceder a una presión en tal sentido, que quizá la cancillería aceptaría sin chistar.